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sopotocientos

Maravilloso

Hace cosa de un mes estuve en Caracas, pero no quiero hablar de lo espantosa que encontré a la ciudad, de lo sucia y descuidada que está, de la sequía y el tráfico y esa sensación de posguerra. Mejor recordar, para reír un poquito (o para llorar, según como se vea la cosa), la entrega de cierto premio literario patrocinado por una marca de bolígrafos de lujo en la que me colé por acompañar a un amigo periodista, y en la que proliferaban actrices de telenovelas con traje largo y panqué y galancitos de gomina y sonrisa Pepsodent, un despliegue de tetas operadas y trajes de diseñador. Yo, evidentemente, como buena expatriada, no tenía idea de quiénes eran todos esos famosillos, pero era muy fácil distinguirlos entre la gente común —léase los finalistas a los premios, sus acompañantes, y nosotros, los de prensa, siempre tan desaliñados—: bastaba con que te recordaran a la Barbie y a su Ken. Por lo del plástico, digo. Si alguien te recordaba a la Barbie y a su Ken, ya sabías, cuán honor, que estabas ante uno de ellos. Claro que los flashes también ayudaban. Total, que empieza la cosa y, tras las presentaciones de rigor —a cargo de una famosita para quien todo era «maravilloso»—, los diez finalistas leen sus textos. Algunos eran muy buenos, excelentes incluso, otros no tanto, pero todos tenían algo en común: eran verdaderos. Qué contraste. A alguna lectora incluso le tembló la voz al micrófono mientras, literalmente, desnudaba el alma frente a la audiencia, leyendo con envidiable honestidad una carta dirigida a su nieto autista. Hace falta valor para hacer algo así. Y yo la escuchaba sentada en los escalones —los de prensa nunca tenemos asientos, claro— y me preguntaba si entre aquellos dos mundos que se habían congregado allí esa noche podía haber alguna forma de comunicación. Mi teoría es que no. Porque cuando todo terminó y yo salí a perseguir a mi amigo que perseguía a la presentadora que perseguía a los famosillos para entrevistarlos, y todos tenían el mismo discurso —«una noche maravillosa», «una iniciativa hermosísima», «un arte tan sublime como es la literatura» y, cosa habitual, matamos el asunto en diez minutos y nos dedicamos a paladear el whisky 18 años que unos mesoneros impolutos repartían en bandejas, me di cuenta de que los dos mundos no llegaron a mezclarse en toda la noche. Los ganadores eran lo de menos. La gente común no vende titulares. Pero a ellos les daba igual. Habían leído su texto frente al público y habían ganado: eso era lo importante. Después volverían a sus vidas, sus trabajos, sus estudios, alguno —ojalá— a empeñarse en nadar contra la corriente y seguir escribiendo, y se borraría el recuerdo de la noche de la misma forma en que, dentro de un par de años o así, nadie se acordará del nombre de esos famosillos, cuando otros acaparen los titulares y ellos se conformen con asistir a eventos como estos para creer que siguen brillando aunque ya nadie les tome fotos.

4 comentarios

manu - productos omnilife -

jajaj creo que no te gusta nada caracas.. bueno yo tengo familia alla y pues la verdad me gusta la ciudad pero bueno es muy cierto lo que tu dices...

Vivian -

Lena querida: pues a mí siempre me ha tocado sentarme en las escaleras, en serio. ¿Seré yo? Y sí, hay palabras que deberían prohibirse, como eso del demasiado bonito, agh!

Waiting: Sí, puede que seamos una minoría, pero al menos entre nosotros nos entendemos, no? Un beso.

Waiting -

Hola!
Leerte me aclara tantas cosas, es en serio, siento lo mismo a veces. Pero somos quizas una minoria? Besos.

Lena -

JAJAJAJAJAJAJA!

Perdona...

pero eso de que los periodistas nunca tenemos asientos no sé de dónde lo sacas...

JAJAJAJAJAJAJAJAJA

ayns....qué esperanza, Viv.

Lo del maravilloso y la iniciativa hermosa es casi como el demasiado bonito.

JAJAJA

(por no llorar)

un beso!