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sopotocientos

Día a Día

Segunda temporada

Todo empezó hace poco más de un año.

De un día para el otro no pude volver a escribir. Simplemente no venían las palabras. Tenía el cuerpo raro, la vida pareció ponerse patas arriba de pronto. Todo me molestaba. Me daba asco las música que siempre había escuchado, lo que antes me producía placer de pronto sabía a vacío; ya no sabía quién era. Todavía no lo sé del todo, pero esa es otra historia.

Mi mundo entero había cambiado aún antes de saber que había cambiado. Un grupo de células se reproducía rápidamente dentro de mí, en silencio. Sabían exactamente lo que debían hacer aunque yo ni siquiera sospechaba de su existencia. Y necesitaban toda mi energía, necesitaban aquello —no sé qué nombre darle— con lo que yo armaba mis otras criaturas, las hechas de palabras. A fin de cuentas, se trataba de una criatura de carne y hueso.

La criatura ya está aquí. Fuera de mí. Otro. Tiene cara y ojos y voz. Sabe exactamente lo que necesita y lo pide. Estoy a sus pies. Desde que llegó y hasta ahora mi única ocupación ha sido atenderlo, aprender de él, enamorarme. Pero las yemas de mis dedos ya quieren tamborilear, las criaturas que quedaron suspendidas en el limbo entre la idea y el papel se me aparecen en sueños, me reclaman. Ya es hora de volver a ellas, aunque sólo sea en los momentos en que mi niño duerme.

Por eso retomo el blog. No sé con cuánta frecuencia podré publicar, sólo sé que necesito escribir. Así que aquí estoy de nuevo. Gracias a quienes han seguido visitándome a pesar de este año de silencio.

 

Mudanzas, de Eugenio Montejo

Mudanzas, de Eugenio Montejo

Mudanzas por el mar o por el tiempo,
en un navío, en una carreta con libros,
cambiando de casas, palabras, paisajes, 
separándonos siempre para que alguien se quede
y algún otro se vaya.
Despedirnos de un cuerpo de mujer
que se mira ya lejos como un pueblo,
donde las noches fueron más largas que los siglos
en lámparas y hoteles.
Mudanzas de uno mismo, de su sombra,
en espejos con pozos de olvido
que nada retienen.
No ser nunca quien parte ni quien vuelve
sino algo entre los dos,
algo en el medio;
lo que la vida arranca y no es ausencia,
lo que entrega y no es sueño,
el relámpago que deja entre las manos
la grieta de una piedra.

 

Maravilloso

Hace cosa de un mes estuve en Caracas, pero no quiero hablar de lo espantosa que encontré a la ciudad, de lo sucia y descuidada que está, de la sequía y el tráfico y esa sensación de posguerra. Mejor recordar, para reír un poquito (o para llorar, según como se vea la cosa), la entrega de cierto premio literario patrocinado por una marca de bolígrafos de lujo en la que me colé por acompañar a un amigo periodista, y en la que proliferaban actrices de telenovelas con traje largo y panqué y galancitos de gomina y sonrisa Pepsodent, un despliegue de tetas operadas y trajes de diseñador. Yo, evidentemente, como buena expatriada, no tenía idea de quiénes eran todos esos famosillos, pero era muy fácil distinguirlos entre la gente común —léase los finalistas a los premios, sus acompañantes, y nosotros, los de prensa, siempre tan desaliñados—: bastaba con que te recordaran a la Barbie y a su Ken. Por lo del plástico, digo. Si alguien te recordaba a la Barbie y a su Ken, ya sabías, cuán honor, que estabas ante uno de ellos. Claro que los flashes también ayudaban. Total, que empieza la cosa y, tras las presentaciones de rigor —a cargo de una famosita para quien todo era «maravilloso»—, los diez finalistas leen sus textos. Algunos eran muy buenos, excelentes incluso, otros no tanto, pero todos tenían algo en común: eran verdaderos. Qué contraste. A alguna lectora incluso le tembló la voz al micrófono mientras, literalmente, desnudaba el alma frente a la audiencia, leyendo con envidiable honestidad una carta dirigida a su nieto autista. Hace falta valor para hacer algo así. Y yo la escuchaba sentada en los escalones —los de prensa nunca tenemos asientos, claro— y me preguntaba si entre aquellos dos mundos que se habían congregado allí esa noche podía haber alguna forma de comunicación. Mi teoría es que no. Porque cuando todo terminó y yo salí a perseguir a mi amigo que perseguía a la presentadora que perseguía a los famosillos para entrevistarlos, y todos tenían el mismo discurso —«una noche maravillosa», «una iniciativa hermosísima», «un arte tan sublime como es la literatura» y, cosa habitual, matamos el asunto en diez minutos y nos dedicamos a paladear el whisky 18 años que unos mesoneros impolutos repartían en bandejas, me di cuenta de que los dos mundos no llegaron a mezclarse en toda la noche. Los ganadores eran lo de menos. La gente común no vende titulares. Pero a ellos les daba igual. Habían leído su texto frente al público y habían ganado: eso era lo importante. Después volverían a sus vidas, sus trabajos, sus estudios, alguno —ojalá— a empeñarse en nadar contra la corriente y seguir escribiendo, y se borraría el recuerdo de la noche de la misma forma en que, dentro de un par de años o así, nadie se acordará del nombre de esos famosillos, cuando otros acaparen los titulares y ellos se conformen con asistir a eventos como estos para creer que siguen brillando aunque ya nadie les tome fotos.

2666: Bolaño a escena

2666: Bolaño a escena

Cuando hace meses leí que Àlex Rigola se disponía a llevar a escena la inmensa –por extensión y calidad– novela póstuma de Roberto Bolaño, 2666, pensé que aquello era imposible: demasiadas historias, demasiados detalles, demasiado todo. Una locura, en fin –se trataría de una adaptación muy libre, claro: más que una adaptación, una obra independiente inspirada en el libro, me dije. Pero Rigola y Pablo Ley no sólo han respetado la novela con una rigurosidad que, desde mi admiración por Bolaño, agradecí en el alma, sino que además lo han hecho con una maestría que me dejó en un estado de agitación del que todavía no salgo. La vi anoche, en el Matadero de Madrid: cinco horas de función que transcurren como un soplo, con momentos que literalmente cortan la respiración. La magnífica puesta en escena se sirve de lo literario, como no podía ser de otra forma: se han respetado las cinco partes de las que se compone la novela, y el lenguaje también se ha mantenido en la medida de lo posible, un gran acierto. En cuanto a las actuaciones, impecables. Magnífico Joan Carreras (en la foto) en el papel del esquivo escritor Benno von Archimboldi, el hilo que conecta las cinco partes del libro y de la obra, y Andreu Benito en la parte de Amalfitano, por no hablar de los demás actores. En fin, no sigo porque me emociono. La obra se presenta en Madrid hasta el 2 de marzo. Absolutamente indispensable.

Los afectos anónimos

Los afectos anónimos

La muchacha es preciosa, de piel muy blanca y ojos azules, pero no es la típica «niña mona». Sus rasgos son bien definidos, denotan carácter. Si yo fuera captador de modelos, o como sea que se llaman esos señores, ya le habría dado mi tarjeta. Coincidimos todas las mañanas, en la línea 5 del metro, primer vagón. De tanto encontrármela le he inventado una vida. No ve mucho a sus padres, no es muy buena estudiante, le gusta el deporte y la música. Un par de estaciones más adelante sube él, un chico alto, moreno, con el pelo levantado con gomina y una argolla en una oreja, detalles que no empañan su cara de buen muchacho, de portarse bien. No sé por qué, pero se nota que tiene atrás una mamá, una familia: mira con los ojos de los niños que han sido arropaditos por las noches. A ella se le ilumina el rostro. Se saludan con dos besos y ya se están riendo. Ambos tendrán unos 16 años y van con sus mochilas camino al instituto. Algunas veces interrumpo a Sabina en mi mp3 para espiar su conversación: hablan de profesores, de amigos comunes, intercambian anécdotas y bromas. Hoy, por fin, los vi de la mano, ella apoyando la cabeza en el hombro de él, y lo celebré en silencio. Esta vez no le di a «pause», para qué. Pero me hubiese gustado que supieran que allí, en ese vagón repleto de trabajadores trasnochados, tenían una cómplice secreta, anónima, perdida entre la muchedumbre adormilada, para quien, a partir de entonces, el día fue un poco más viernes.

Gajes del oficio (o un ejemplo de cómo sobrevivir a la rutina)

Gajes del oficio (o un ejemplo de cómo sobrevivir a la rutina)

Una calle antes de llegar al portal de mi alumno, en Lavapiés, algo zumba en mi bolsillo. El móvil. Mensajito: «¿Habíamos quedado el miércoles?»

Hoy es lunes. No, no habíamos quedado el miércoles. Habíamos quedado hoy. Llamo a mi alumno por no dejar, pero ya sé que he perdido el viaje. Sí, claro, Marcelo: una confusión, no pasa nada, no te preocupes, nos vemos el miércoles.

Tampoco es tan grave. Vivo en Huertas, a diez minutos de aquí. Pero es que los del mediodía tampoco avisaron a tiempo que se suspendía la clase y habiendo podido almorzar tranquilamente en mi casa me zampé un kebab en diez minutos, que era el tiempo que tenía para comer si quería llegar a tiempo a la clase que al final no tuve. No estaba mal del todo el dichoso kebab, vale, pero entendámonos: no hay nada tan poco glamoroso como comerse una cosa de esas en diez minutos y quedar con las manos y la barbilla pegajosas de salsa. Y no te dan cubiertos. ¿Cómo pretenden que uno se meta eso en la boca? Es peor que los perrocalientes de la Calle del Hambre, allá en mi natal Caracas, tiempos aquellos de urgencia y pelazón. En fin. No hubo clase, no tuve clase en toda la tarde, y en lugar de aprovecharla (la tarde, digo) me puse a preparar la clase de la noche, que tampoco tuve. Así que allí me vi, frente al portal de mi alumno que no se encontraba en su piso de Lavapiés, preguntándome qué carajo hacer ahora: podía entrar en cualquier bar y ahogar mi mal humor en una copa de vino, o darme una vuelta por el barrio, oloroso de especias exóticas e idiomas que no entiendo, como viajar sin salir de mi ciudad. O podía decirle a Mariano que me invitara a una cerveza, o caminar los diez minutos que me separaban de mi casa y hacer algo productivo con mi tiempo, como por ejemplo trabajar en la novela. Y por esas cosas del sentido del deber y esas chorradas, opté por eso último. Lo que es la vida: terminé escribiendo esto. Al menos de catarsis ha servido, aunque no estoy segura si le deba las gracias al hecho de haber escrito este post (o lo que sea que ha resultado ser al final), o a la media botella de vino que llevo, y que, por cierto, me regaló un alumno. Uno más considerado. Qué más da: funcionó. Por lo pronto, salud.

Clemencia Toro de Aponte, in memoriam

Nos dejaba ayudarla a amasar las arepas, las manos pegajosas de masa blanca que nos llevábamos a la boca en cuanto se daba vuelta, niñitas, no se come la masa cruda, que les va a dar dolor de barriga, y nosotras volvíamos entre risas a nuestras creaciones, encaramadas en sendas sillas para poder llegar a la encimera, hacíamos arepas cuadradas, alargadas, con forma de caracol, con caras —sonrientes, malhumoradas, tristes—, y Tita las cocinaba junto a las de verdad y después nos la servía convertidas en masa tostada que en nada se parecía a nuestra idea original, pero daba lo mismo: Virgi y yo nos las comíamos con la satisfacción de saber que eran hechas por nosotras, Tita, ¿verdad que ya sabemos cocinar como tú? Y Tita nos enseñaba las llagas de sus dedos —¿por qué se quemaba tanto? ¿no veía bien?—: muchachitas, no es tan fácil, miren lo que hace la candela, y le dábamos besitos convencidas de que así se le curaban, Tita, ¿verdad que ya no te duele? Una vez se quedó a dormir en nuestro cuarto y a las cuatro de la mañana quería levantarnos para ir al colegio, porque ya había cantado el primer gallo. Toronto. Toronto se llamaba el gallo que, muchos años después, se paseaba orondo por su cocina de los Andes cuando íbamos a visitarla ya con los maridos y que acudía como un perro cuando Tita lo llamaba. Al año siguiente Toronto no apareció. ¿Y Toronto, Tita? Ay, si vieran qué rico quedó ese sancocho. Ah Tita. Las alpargatas sonando ras ras con cada paso. El pelo largo recogido en un moñito que se volvió gris tan rápido. Los lentes de culo de botella que te hacían tan grandes los ojos y te ponían tan linda, Tita. Los vestiditos de flores. Las manos arrugadas. Y lo chiquita que te fuiste quedando con los años, siempre ras ras de un lado a otro, insistiendo en batir los huevos para hacerme una torta de plátano porque era mi cumpleaños y tus sobrinas no querían verte trabajar y tú de mal humor, carajo, que te dejaran hacer tus cosas, pues. Y el ras ras sonando todavía en esa casa que ya no existe y a la que sin embargo me empeño en volver, una y otra vez, para despertar a mis muertos, y me paseo contigo por sus corredores de ceniza, Tita, Mencha, Clemencia. Siete años y sigue tan viva tu huella.

Atrabiliario

En el colegio nos acercó el amor por los libros y el cine y la música y el entusiasmo de cada nuevo descubrimiento: un poeta, un documental, una canción. Intercambiábamos libros y discos y sueños. Casi siempre era ella la que me introducía en esos nuevos mundos. Gran parte de mi cosmología proviene de lecturas, ideas, películas sugeridas por ella. Era natural que María Gabriela terminara siendo poeta. Lo que nunca imaginé es que nos encontraríamos en Madrid, por pura casualidad, después de habernos perdido la pista. Pero aquí estamos, y cuando la vi cantar en un escenario, con su grupo, Beats in the Belfry, sólo pude pensar en los dieciséis años que nunca hemos dejado de tener —no, Gabi, tú tampoco— y en aquellas ganas urgentes de hacer precisamente lo que estamos haciendo ahora: escribir, cantar, crear. Porque lo más fácil siempre es dejarse llevar por la burocracia, el prestigio, las cuentas por pagar, el tráfico, las colas del supermercado, el trabajo, las horas extra. Lo más fácil es creerse la excusa de que no hay tiempo, no sirvo, no puedo. Por eso me siento tan orgullosa cuando veo los poemas de Gabi, las fotos de Alekos, los cuentos de Claudia, los guiones de Leo, e incluso el plan de negocios de Mariano: porque yo sé lo cabeza dura que hay que ser para hacer todas esas cosas cuando la cotidianidad siempre conspira en contra. Y porque yo pertenezco al mismo batallón de mis amigos artistas, y sé que no hay que ser un genio ni un superdotado ni nada que uno no sea ya. Sólo hay que tomárselo en serio. No hay nada más urgente que perseguir los propios sueños. Lo demás es una muerte en vida.

Todo esto era para decir que Gabi acaba de abrir su blog, Atrabiliario, y que es genial como todas las cosas que ella hace. No lo voy a saber yo, que la conozco desde los dieciséis.

Camille Claudel

Camille Claudel

Porque soy incorregible, esperé hasta el último día para ir a ver la muestra de Camille Claudel en la Fundación Mapfre, y es una lástima, porque esta es de las exposiciones que se deben visitar varias veces. No sabría describir qué es lo que me produce la obra torturada, increíblemente expresiva, de esta artista francesa. Decir que me abre en canal es una aproximación torpe, por no decir cursi. Tal vez sea por la gran fuerza que se desprende de cada figura, su movimiento, la caída de las telas, la expresión de esos rostros vivos, la vida que recorre esos cuerpos, la precisión de los detalles. Esos dos amantes en cualquier momento se dejan llevar por la urgencia del abrazo y continúan reconociéndose, ajenos a nuestros ojos. Y aquellos dos, los que bailan: casi esperas que terminen la pirueta y se besen. Pero además está la leyenda, hasta cierto punto inseparable de la obra: la aprendiz y amante de Rodin, que nunca dejó a su otra mujer, Rose Beuret, la crisis depresiva en la que se sumió Camille tras la ruptura con él, cuando se encerró a esculpir obsesivamente para luego destruir la mayor parte de su obra, el consecuente encierro en un sanatorio, en donde su familia la recluyó hasta su muerte, treinta años después, sin permitirle esculpir en todo ese tiempo. No logro imaginarme el dolor de esa muerte en vida. Y pienso en la figura suplicante de «La edad madura», la joven desnuda y de rodillas, humillada. Imposible permanecer indiferente mientras se contempla ese instante paralizado en el tiempo. Desde entonces no me desprendo de esa imagen, que está ahí, como acechando, una pieza de la utilería al fondo de un teatro vacío. No sé en qué quiere convertirse. Ya me lo revelará.

 

¡No!

Día de Acción Bloguero


Es muy difícil escribir desde la desesperanza, ese terreno baldío, pero voy a hacer el intento porque hoy es el día de acción bloguero para opinar sobre la reforma de la constitución venezolana, y aunque en este espacio me suelo dedicar a temas que me son más afines, lo que está pasando en mi país es demasiado grave como para dejarlo de lado. El nuevo texto contempla, entre otras barbaridades, la suspensión de las garantías constitucionales en estado de excepción (art. 337), incluyendo el derecho a la información y al debido proceso, y la concentración del poder en manos del Presidente (art.236), además de comprometerse con una ideología única al hablar de Estado Socialista. En otras palabras, una carta blanca al totalitarismo. Pueden descargar el texto completo de la reforma aquí, y leer el análisis detallado elaborado por Kareta, Lycette Scott, y, desde el chavismo, por Manuel Miranda. Pero la blogósfera está llena de comentarios, análisis y opiniones sobre el tema. Que cada quien saque sus propias conclusiones.

El próximo 2 de diciembre se llevará acabo el referéndum. Aunque no soy demasiado optimista en relación a este asunto, tampoco estoy de acuerdo con quienes promueven la abstención. Es verdad que el proceso se ha llevado a cabo de manera irregular, pero creo que no votar es darle un argumento más al régimen. Yo, por mi parte, estaré allí, haciendo mi cola, observándolo todo, rezándole a un dios mudo.

Digo yo...

Digo yo...

¿Por qué será que, cuando me voy a poner a trabajar en la novela, se me ocurren de pronto quince mil cosas que podría hacer en su lugar? Y peor aún, ¿por qué será que de esas quince mil cosas me pongo a hacer la más irrelevante, como si en ello se me fuera la vida?

La resistencia a veces se siente como un muro de hormigón que tienes que derrumbar armado únicamente con un martillo.

Suficiente. Me voy a mi muro.

Los minicuentos del dictador: 0

Los minicuentos del dictador: 0 Por más que el dictador llamaba a la montaña, la montaña –esa insolente– no se movía. Al día siguiente el dictador promulgó una ley que prohibía todas las montañas en el territorio nacional. Hubo manifestaciones a favor (las manifestaciones en contra estaban prohibidas), marchas, conciertos gratuitos en pro de la erradicación de esas enemigas de la soberanía. «Por un país plano», era la nueva consigna.

Las montañas ni se inmutaron.

Tan lejos y tan cerca

Ya sé que había prometido no hablar más de política, pero es imposible obviar todo lo que está pasando en Venezuela. Imposible no hacerse eco de las multitudinarias protestas estudiantiles, imposible ignorar a esos muchachos, el animal dormido que ha despertado de pronto y que es imparable, que desde hace una semana se ha estado enfrentando a la represión policial, la cárcel, los perdigones, las bombas lacrimógenas, los cañones de agua y las agresiones de motorizados chavistas que han querido arruinar las protestas pacíficas arengando a esos muchachos valientes —universitarios y estudiantes de bachillerato de todos los sectores— con el discurso agresivo, pobre y soez que tanto le gusta a Chávez. Mientras todo esto sucede allá, en ese país mío doliente y convulso, pero todavía vivo, todavía en pie, todavía resistiéndose a los caprichos de un dictadorzuelo soberbio, aquí en Madrid se avecina el verano y la gente ya tiene la cabeza puesta en las vacaciones. Este es otro planeta. Lógico. Pero yo, que vivo aquí, me muevo a otra velocidad, como si habitara un mundo paralelo. Porque mi mente está en Venezuela. No dejo de pensar en lo que está pasando. Y es tan raro andar por la Gran Vía o por Fuencarral o por cualquiera de estas calles en donde la gente estrena camisetas y sandalias y no teme que les arrebaten los derechos elementales, ni que los maten los ladrones, ni nada de esas cosas tan familiares para los venezolanos, y que andan preocupados únicamente por pagar la hipoteca y las vacaciones, y por las cosas cotidianas de cualquier persona que vive en un país libre, que ya con eso tienen bastante. Yo en cambio vivo en un mundo distinto. Y no sé cómo describir la emoción que siento al pensar en esos muchachos que han salido a defender lo que les corresponde por derecho, la libertad de expresarse, de disentir, de vivir en un país que no se rija por el capricho de una única persona, encima despótica y arrogante. Me siento muy orgullosa. Son muchachos lúcidos, muy bien organizados, con un discurso coherente y bien estructurado —tan distinto al de Chávez y al de la oposición, que nunca ha sabido estar a la altura—, un ejemplo tanto para el oficialismo como para esa oposición mediocre que tantos errores ha cometido. Bravo por ellos, porque ellos sí están representando a la mayoría de los venezolanos, los que no queremos que nos callen.


Hay quien me dice, cuando me reclama que sólo hablo de lo que pasa en Venezuela, que uno es únicamente del país donde ha elegido vivir. No puedo estar de acuerdo. Yo quiero mucho a España, claro, pero nunca me había sentido tan venezolana como ahora. La verdad es que me creía más desapegada. Y me sorprendo queriendo tanto a ese país que es y será siempre el mío, el mío y de tantos otros que viven fuera como yo, porque lo han elegido o porque no les ha quedado otro remedio; nuestro y de todos —todos— los que están allí, acompañando o no a los estudiantes, pertenecientes a uno u otro bando, de todas las clases sociales, creencias, colores: de todos nosotros, y no sólo de unos pocos que han querido arrebatárnoslo.

Buenos días, mordaza

El inminente cierre de Radio Caracas Televisión, el primer canal venezolano, que tendrá efecto a partir de las 12 de la noche de hoy, es el golpe más duro que se haya dado a la libertad de expresión en Venezuela desde que se instauró la democracia. Y eso es algo grave. Muy grave. Hace tiempo ya que Chávez, con esa forma de gobernar al país como si fuera su hato personal, se reveló ante el mundo como el tirano que es, desenmascarándose; pero esta decisión arbitraria de no renovar la licencia de un canal de televisión que lleva 53 años en el aire, para así castigarlo por su postura abiertamente crítica hacia el gobierno, es la coronación de un régimen autoritario, caprichoso y megalómano. Esta es la única nota política que voy a permitirme en este blog, que se ha ido decantando hacia temas menos trágicos, pero como periodista y como venezolana, no puedo dejar de pronunciarme. Pienso sobre todo en los trabajadores de RCTV, en tanta gente que se queda ahora en la calle. ¿Qué pasará con ellos? Mientras tanto, Chávez y sus secuaces se dedican a dar brinquitos en el Teresa Carreño, en el mismo espacio en el que, años ha, tuve la fortuna de ver a Marcel Marceau, Julio Bocca y tantos otros. Qué triste, Dios mío.

 

 

Free RCTV: Say No to Censorship!

A modo de explicación

El despertador suena a las 6:10 am pero casi siempre me quedo un rato más en la cama, alargando el momento de salir al frío de la sala, y después de escribir mis páginas de la mañana y de hacer el poquito de Chi Kung que me permite terminar de despertarme hasta de buen humor (sí, una maravilla, el Chi Kung), ya el día se me viene encima: el autobús, el metro, las clases, las traducciones esas aburridísimas con las que me gano la vida, más corredera, un par de esos chocolates de dieta que se supone que quitan el hambre aunque en realidad sólo la disfrazan durante un tiempo aproximado de treinta minutos y enseguida ya quieres comerte un caballo, pero que al menos sirven para que no te suene la barriga en medio de la clase de inglés con el gerente general de alguna empresa muy seria e importante, más clases, y de nuevo el autobús y una manzana y llegar a mi casa para empezar el trabajo no remunerado pero verdadero, ese que hago por pura terquedad, y luego llega Mariano y ya se acabó el día y todo empieza otra vez.

En pocas palabras: que estoy, pero a duras penas. Por eso hace tanto que no me aparezco por aquí. Mis disculpas a los que han seguido visitándome.

Ya pueden bajarse las canciones de Sopotocientos

Después de postear el artículo sobre las canciones de Sopotocientos, mucha gente de Venezuela me escribió para decirme que no les funcionaba el link ed2k. Pues bien, mi amigo Emiliano, el mismo que se tomó la molestia de digitalizarlas, las ha colgado en su página para que todos puedan acceder a ellas. Las tienen aquí.

El otro día me di un verdadero banquete escuchando las canciones y viajando en el tiempo. Espero que ahora la gente que está en Venezuela pueda hacer lo mismo. ¡Salud!

Sopotocientos amigos...

Sopotocientos amigos...

Escribo ahora desde mis 5 años, botas ortopédicas y todo, que se resbalan un poco sobre el piso de mármol impecablemente pulido. Me gusta deslizarme por el suelo con mis botas, pero es mejor cuando estoy en medias, sólo que no me dejan andar en medias por ahí. La ventana de la sala está poblada por las ramas del árbol de flores rosadas que parecen hélices de helicópteros y que, de hecho, Virgi y yo arrancamos para hacerlas caer girando sobre sí mismas, una y otra vez, y es divertido verlas caer desde la ventana hacia el jardín. Una vez encontramos una enorme tela de araña en las ventanitas de la escalera, y allí, agazapadita, estaba la araña negra de larguísimas patas esperando a su próxima víctima. Nos daba miedo, pero también curiosidad, y nos sentamos a esperar que cayera una mosca en la tela sólo para ver cómo la araña la devoraba, pero esperamos y esperamos y no venía ninguna mosca y era un poco aburrido.

Siempre es mi papá el que pone el picó. A mi papá ya le llego un poco más abajo de las rodillas, pero dentro de muy poco le llegaré a las rodillas y de todos modos siempre le gano cuando jugamos a Popeye, y yo siempre soy Popeye, claro, y Virgi Olivia y mi papá es Brutus que se lleva a Virgi en brazos por toda la sala y yo lo persigo y le doy puños detrás de las piernas y él grita no, no, y baja a Virgi sobre el sofá y yo la salvo y Virgi grita. Pero cuando mi papá pone estas canciones nos ponemos a cantar Virgi y yo. Claro ella es más chiquita y no se las sabe tan bien, pero yo la ayudo. Sobre todo me gusta la de “peligro”: Hay una palabra que se llama peligro/ hay otra que se llama confiar/ cuando haya peligro/ tienes que alejarte/ y si no te alejas/ te puedes dañar”. Ya yo sé que en la cocina hay peligro y que hay que no acercarse porque uno se quema, como Tita, que tiene todos los dedos quemados, y yo le doy besitos para que no le duela. Tita nos lleva al parque y nos enseña el hueco por donde se mete el morrocoy, aunque yo nunca lo he visto, Tita dice que cuando sabe que hay mucha gente no sale y que hay que quedarse calladito para que se asome, pero yo me quedo calladita y no se asoma. Los morrocoyes son muy raros.

Otra canción que me gusta es esta: “Si me tapo los ojos/ no te puedo mirar/ si me tapo la boca/ no te puedo hablar…” Esa es facilita y yo se la canto a Mamama cuando sube, y le pido que cante conmigo pero ella no quiere, y Virgi no se la sabe todavía, es muy chiquita, así que tengo que cantar yo sola, cuando uno se hace grande tiene que hacer las cosas sola.

…Emerjo de ese pasado al que he vuelto, cual magdalena de Proust, gracias a un nuevo amigo, Cicuta33, a quien le estaré eternamente agradecida por haber tenido la paciencia de pasar a digital todas y cada una de las canciones de Sopotocientos, incluida la portada y las letras de las canciones, y sobre todo por haber sido tan generoso de colgarlo todo en la red y enviarme el link ed2k. Los lectores nacidos en los 70 en Venezuela saben de qué estoy hablando y lo tripearán tanto como yo. Lo tienen aquí.

(Nota: Parece que desde Venezuela no funciona el link. Lo resolveré pronto).

La carta de mi papá

Este ínterín sin postear, por llamarlo de alguna forma, se me ha parecido a esos retiros espirituales del colegio de monjas que fue la pesadilla de mi adolescencia temprana. Lo que me gustaba de ellos es que te sacaban de la rutina: en vez de ir a clase, nos montaban a todas en un autobús y nos mandaban a una casa en El Hatillo, creo que era, en donde nos pasábamos el día intentando escaquearnos de las actividades y "juegos" diseñados para hacer de nosotras mujeres de bien (en otras palabras, amas de casa entregadas a su hogar —y no es que tenga nada en contra de la amas de casa, es sólo que todos tenemos que tener algo propio, algo que no pertenezca a nadie más, y lo que te enseñaban era todo lo contrario: abnegación y sacrificio). Lo que no me gustaba de los retiros es que siempre volvía a mi casa sintiéndome horriblemente culpable por haberme pasado el día haciéndome la graciosa con mis amigas, en vez de rezar y todo eso. Esos terribles dilemas existenciales, pues.

A uno de esos retiros teníamos que llevar una carta que debíamos pedirle a uno de nuestros padres que nos escribiera para la ocasión. En ella debía decirnos lo que pensaba de nosotros y esas cosas que uno lleva por dentro y nunca dice. No debíamos leer la carta hasta el día del retiro, de hecho debíamos llevarla en un sobre cerrado. Obediente, le pedí a mi papá que me la escribiera. Nunca olvidaré que utilizó mi papel de cartas, uno de pájaros, con un sobre a juego. Pues bien, el día del retiro nos dividieron por grupos, y resulta que en mi grupo yo era la única que se había acordado de la carta. No recuerdo qué había que hacer con ella, pero sí el momento en que la leí. Mi papá me decía, en su caligrafía entrañable en tinta azul (casi podía verlo en su escritorio, escribiendo la carta con su pluma fuente), que extrañaba a la niña que yo había empezado a dejar atrás. Decía que me había retirado a un territorio desconocido para él y del que le dolía no formar parte. Decía que a veces me miraba y no me conocía (a mí me pasaba lo mismo cuando me veía en el espejo), y me preguntaba por mis antiguos intereses, los libros, los pájaros, la historia —intereses que yo había reemplazado por interminables conversaciones telefónicas o la música a todo volumen en mi walkman. Y terminaba diciendo que, a pesar de todo, estaba orgulloso de mí y de la mujercita en la que me estaba convirtiendo.

Cuando leí aquello me sentí más cerca de mi papá de lo que había estado en mucho tiempo, desde que, muy pequeña, nos encerrábamos en la biblioteca a hablar de mis problemas y él me escuchaba como si mis problemas no fueran sólo "cosas de niños". Quise correr a abrazarlo, pero claro, estaba en el retiro, tenía una tarde interminable por delante y más me valía ocultar mis lágrimas si no quería que las demás niñas tiraran a matar con sus comentarios despectivos. Me sentí culpable por crecer. Yo entiendo a mi papá, al hombre que era mi papá en el momento de escribir la carta, pero también entiendo a la muchachita que la leyó. Siempre pasa, cuando cambiamos (para bien y para mal), que los que nos quieren se asustan un poco.  

Luego el cura dijo que quien lo quisiera podía leer su carta en voz alta. Yo, desde luego, no quería leer la mía: aquello era como traicionar a mi papá en cierta forma, sus palabras estaban dirigidas a mí y a nadie más y a fin de cuentas sólo yo las comprendía —pero yo era la única niña de mi grupo que tenía una carta y no leerla hubiese sido dejar a las demás en evidencia. De manera que la leí, claro. Por aquello del espíritu de sacrificio y de entrega a los demás. La leí, procurando no sentir nada, procurando no pensar en mi papá ni en el sentido de lo que leía, y logré leerla de principio a fin sin abandonarme a mi nudo en la garganta, y luego me sentí desagradablemente desnuda.

No sé por qué he recordado esto. A lo mejor porque esa conexión con mi papá se perdió para siempre. Quería escribir algo distendido y re-inaugurar mi blog después de tantos meses sin aparecerme, pero esto fue lo que me salió. Cosas de la memoria.

Coaching para escritores

Es increíble la cantidad de obstáculos que un aspirante a escritor, o un escritor establecido, tienen que superar día a día para afrontar el reto de la página en blanco. Desde la falta de motivación a la incertidumbre, los miedos, los bloqueos, no saber cómo proceder, sin mencionar la cantidad de veces que la vida real conspira y se entromete y le roba tiempo a la escritura: el trabajo, la familia, las preocupaciones diarias, la ropa sucia, en fin. Hay que ser bastante terco para seguir empeñado en escribir. Hay que ser bastante obstinado para aparecerse frente a la pantalla de la computadora día tras día a pesar de la falta de fe de los demás ("¿otra vez perdiendo el tiempo?") y sobre todo de uno mismo ("yo aquí escribiendo un cuento que puede que resulte muy malo cuando podría estar ganándome la vida y siendo una persona responsable"). Los talleres de escritura ayudan (a veces) a mejorar la técnica, pero es poco lo que pueden hacer para ayudar al escritor a superar esos otros obtáculos, de los que el principal y más peligroso es el escritor mismo. Es aquí donde entra el coaching. Un coach te guía desde la gestación de tu obra hasta el proceso de venderla, sin necesariamente leer lo que escribes porque no es ese el punto. El punto es entrenarte para superar esos otros obstáculos que se interponen entre ti y tu libro.

Creo que lo más importante de todo, el punto de partida, es darle importancia a la escritura y ponerla siempre en primer lugar, porque es la forma que el escritor ha elegido para darle sentido a su vida. Se puede caer el mundo, pero uno está allí, frente a la página, día tras día. Y todo lo demás puede esperar. Es la única forma, créanme. Son tantas las cosas que pueden parecer "más urgentes", pero ¿qué es más urgente que vivir una vida con sentido? Escribir no es la única respuesta, pero si es la que has elegido, o la que te ha elegido a ti (a veces también pasa), que nada ni nadie se interponga en tu camino. Lo demás se aprende solo. Nadie ha dicho que sea fácil, pero yo creo que la satisfacción de crear mundos de la nada no tiene precio.

Dos canas

En la parte superior de mi cabeza, en todo el medio, florecen dos canas pequeñísimas. Apenas despuntan entre la maraña de mi pelo. Seguramente nadie las notaría, a menos que las buscara expresamente. Pero yo sé que están ahí. Las llevo a todas partes.

No es la primera vez que me encuentro una cana. La primera apareció hará un par de meses. Cuando la descubrí, mirándome en el espejo del baño, me quedé paralizada. Esta era larga: larga y blanca como un pequeño intruso en medio de mi pelo crespo, que en ese momento intentaba domesticar, peine en mano. Lo típico era gritar. Lo típico era salir corriendo a mostrársela a Mariano como si de una maldición se tratase. Pues no. Yo no. Yo me la arrancaría de la cabeza y me olvidaría del asunto.

Pero unos días después me encontré otra. Se acercaba mi trigésimo-cuarto cumpleaños. Vaya regalito: la evidencia del paso del tiempo me caía encima con todo su peso. Mi primera reacción fue arrancármela como la mala hierba, igual que había hecho con la primera, pero luego lo pensé mejor. Admitámoslo: nada iba a impedir que siguieran saliendo. Ya que de alguna forma tendremos que convivir, mejor llevarse bien, ¿no? Así que me la dejé, y días después aparecieron las dos hermanitas pequeñas que van a su propio ritmo, en medio de mi cabeza. La verdad es que he empezado a encariñarme con ellas.

Es curioso. Las "primeras veces" suelen ser eventos importantes, memorables, hasta que uno llega a cierta edad. El primer beso, el primer día de clase, el primer cigarrillo, el primer baile pegado, la primera noche, el primer hijo. En cambio, la primera cana es un evento terrorífico, tan terrorífico como inevitable: no se puede detener al tiempo. ¿Qué voy a hacer? ¿Ponerme a llorar? Sí, cuando mis canas se vean supongo que me teñiré el pelo, por una cuestión de estética. Pero nunca voy a mentir sobre mi edad. Para llegar a esta edad -treinta y cuatro, tampoco es taaaanto - he pasado por muchas cosas. He ganado batallas y las he perdido. He hecho el ridículo muchas veces. Me he puesto en situaciones de peligro. He cometido excesos. Me he arrepentido por hacer algo y también por no hacerlo. He abandonado los viejos sueños y luego los he recuperado y vuelto a abandonar y actualizado para finalmente definir cuál era mi camino, el verdadero, y quién quería ser. Ahora estoy en ese camino, ¡y lo que falta por venir! ¿Volvería atrás? ¿Recuperaría el desenfreno de mis veinte años y volvería a no tener la más absoluta idea de hacia dónde voy? No, por Dios. Yo me quedo con mis dos canas.