Este ínterín sin postear, por llamarlo de alguna forma, se me ha parecido a esos retiros espirituales del colegio de monjas que fue la pesadilla de mi adolescencia temprana. Lo que me gustaba de ellos es que te sacaban de la rutina: en vez de ir a clase, nos montaban a todas en un autobús y nos mandaban a una casa en El Hatillo, creo que era, en donde nos pasábamos el día intentando escaquearnos de las actividades y "juegos" diseñados para hacer de nosotras mujeres de bien (en otras palabras, amas de casa entregadas a su hogar —y no es que tenga nada en contra de la amas de casa, es sólo que todos tenemos que tener algo propio, algo que no pertenezca a nadie más, y lo que te enseñaban era todo lo contrario: abnegación y sacrificio). Lo que no me gustaba de los retiros es que siempre volvía a mi casa sintiéndome horriblemente culpable por haberme pasado el día haciéndome la graciosa con mis amigas, en vez de rezar y todo eso. Esos terribles dilemas existenciales, pues.
A uno de esos retiros teníamos que llevar una carta que debíamos pedirle a uno de nuestros padres que nos escribiera para la ocasión. En ella debía decirnos lo que pensaba de nosotros y esas cosas que uno lleva por dentro y nunca dice. No debíamos leer la carta hasta el día del retiro, de hecho debíamos llevarla en un sobre cerrado. Obediente, le pedí a mi papá que me la escribiera. Nunca olvidaré que utilizó mi papel de cartas, uno de pájaros, con un sobre a juego. Pues bien, el día del retiro nos dividieron por grupos, y resulta que en mi grupo yo era la única que se había acordado de la carta. No recuerdo qué había que hacer con ella, pero sí el momento en que la leí. Mi papá me decía, en su caligrafía entrañable en tinta azul (casi podía verlo en su escritorio, escribiendo la carta con su pluma fuente), que extrañaba a la niña que yo había empezado a dejar atrás. Decía que me había retirado a un territorio desconocido para él y del que le dolía no formar parte. Decía que a veces me miraba y no me conocía (a mí me pasaba lo mismo cuando me veía en el espejo), y me preguntaba por mis antiguos intereses, los libros, los pájaros, la historia —intereses que yo había reemplazado por interminables conversaciones telefónicas o la música a todo volumen en mi walkman. Y terminaba diciendo que, a pesar de todo, estaba orgulloso de mí y de la mujercita en la que me estaba convirtiendo.
Cuando leí aquello me sentí más cerca de mi papá de lo que había estado en mucho tiempo, desde que, muy pequeña, nos encerrábamos en la biblioteca a hablar de mis problemas y él me escuchaba como si mis problemas no fueran sólo "cosas de niños". Quise correr a abrazarlo, pero claro, estaba en el retiro, tenía una tarde interminable por delante y más me valía ocultar mis lágrimas si no quería que las demás niñas tiraran a matar con sus comentarios despectivos. Me sentí culpable por crecer. Yo entiendo a mi papá, al hombre que era mi papá en el momento de escribir la carta, pero también entiendo a la muchachita que la leyó. Siempre pasa, cuando cambiamos (para bien y para mal), que los que nos quieren se asustan un poco.
Luego el cura dijo que quien lo quisiera podía leer su carta en voz alta. Yo, desde luego, no quería leer la mía: aquello era como traicionar a mi papá en cierta forma, sus palabras estaban dirigidas a mí y a nadie más y a fin de cuentas sólo yo las comprendía —pero yo era la única niña de mi grupo que tenía una carta y no leerla hubiese sido dejar a las demás en evidencia. De manera que la leí, claro. Por aquello del espíritu de sacrificio y de entrega a los demás. La leí, procurando no sentir nada, procurando no pensar en mi papá ni en el sentido de lo que leía, y logré leerla de principio a fin sin abandonarme a mi nudo en la garganta, y luego me sentí desagradablemente desnuda.
No sé por qué he recordado esto. A lo mejor porque esa conexión con mi papá se perdió para siempre. Quería escribir algo distendido y re-inaugurar mi blog después de tantos meses sin aparecerme, pero esto fue lo que me salió. Cosas de la memoria.