Bang
Quién no se deprime en verano, había dicho la última vez que nos vimos, y no pude sino estar de acuerdo cuando la vi llegar por fin, jadeando, con aquella camiseta de tirantes que iba dejando al descubierto los pliegues blancuzcos de su panza, las carnes bamboleándose al ritmo de sus pasos presurosos mientras se acercaba, toda gestos y ojos y manos regordetas, balbuceando no sé qué tonterías mientras, desde mi rincón a 40 grados a la sombra, yo me dedicaba a odiarla por la demora y a secarme el sudor de la frente. Llegó hasta mí dando saltitos que hacían temblar aún más sus carnes blandengues y temí que se le escapara una teta, Dios Santísimo, cómo podía vestirse así, ¿acaso no se había visto en un espejo? Ella murmuró una disculpa y me entregó el sobre, está completo, dijo, puedes contarlo, y lo hice rápidamente, sin sacar los billetes, antes de guardarlo en el bolsillo del pantalón. Muy bien, respondí, podemos proceder entonces. Ella pareció dudar y yo me impacienté, pero qué importaba si cambiaba de idea, me dije, ya tengo el dinero, eso es lo que cuenta. Estaba a punto de soltarle que no tenía todo el día, debía atender otros encargos, cuando me miró resueltamente y dijo vamos. Le pregunté si prefería que le tapara los ojos, porque soy un profesional y me gusta hacer las cosas bien, pero se negó. Cuando le disparé, su piel estalló como un globo.