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Conversaciones con Picasso

Conversaciones con Picasso

La genial exposición de Picasso que se clausuró recientemente en el Prado y el Reina Sofía ha renovado mi interés por su figura, y guiada un poco por la intuición, me compré este libro de Brassaï (Fondo de Cultura Económica), uno de sus grandes amigos, que además viene con unas fotos increíbles del pintor, París en los cuarenta y algunas de sus obras. La escritura de Brassaï, depurada, precisa y muy visual (se trata de uno de los grandes fotógrafos de entonces) evoca con nitidez al París de la ocupación y de poco después de la liberación, y le da vida a ese personaje que fue Picasso, al hombre detrás de la obra, al artista que no podía parar de crear cosas con sus manos: las servilletas de papel se convertían como por arte de magia en el rostro del querido perrito que su amante había perdido; los restos de una bicicleta, en una cabeza de búfalo, y así todos los elementos que aparecían a su paso estaban sujetos a transformarse en otra cosa. Pero además están sus amigos: artistas de todas las disciplinas, como Matisse, por ejemplo, Apollinaire, Max Jacob, Sartre, Jacques Prévert, hasta Henry Miller desfila por ese París inagotable y Brassaï registra sus diálogos con Picasso y él mismo recreando, como si se tratara de una fotografía, las conversaciones, los escenarios, las inquietudes de cada uno, las obras en las que estaban trabajando. Las privaciones de la guerra.

Brassaï describe al París ocupado por los nazis con la precisión y objetividad con los que su lente captaba todo aquello que llamaba su atención, pero sin caer en los sentimentalismos propios de estos casos. Habla del frío, de la falta de gas para calentarse, de tener que trabajar con kilos de ropa encima, habla del miedo casi como si no hablara del miedo, centrándose más en el retrato de su amigo Picasso y los demás pintores, escultores, poetas, coreógrafos y artistas de todos los medios que lo frecuentaban. Nos cuenta cómo Picasso se queda en París durante la ocupación, a pesar de que podía haberse ido donde hubiera querido: para entonces, ya su fama daba la vuelta al planeta, para bien y para mal (desde luego, había quienes lo odiaban, cosa que no le preocupaba en absoluto).

En el Prado, mientras contrastaba Las Meninas de Velázquez con las distintas versiones de Picasso, intenté imaginarme al hombre que estaba detrás de esa visión, tan original para la época. Picasso tenía una gran confianza en sí mismo como artista, aún antes de que le llegara la fama. Cuántos otros habrá, con el mismo talento, pero menos arriesgados. No creo que la única condición para ser un buen artista sea el talento. Hace falta algo más. Valor. Cierta audacia. El libro de Brassaï es una excelente herramienta para acercarse al temperamento del artista, de todo artista. La poderosa, apasionada atención hacia todo lo que le rodea, incluyendo las cosas más nimias, lo que para otros puede pasar desapercibido. El espíritu juguetón: las ganas de divertirse con el medio que se ama, la apremiante necesidad de transformar un objeto en otro. La pasión. La solidaridad y entusiasmo hacia quienes, como él, se dedican a crear desde su esencia: la generosidad con la que Picasso organiza una exposición de los dibujos de Brassaï, por ejemplo, creyendo en ellos mucho antes que su propio autor, habla por sí misma. Es cierto que su temperamento era fuerte. Es cierto que le daban rabietas y que decía lo que pensaba a veces sin ninguna diplomacia: Brassaï también habla de ello, sin juzgar nunca, con esa maestría de fotógrafo con la que se imprime su prosa. Allí están los detalles, las situaciones, los testigos, las amantes, las palabras, incluso las fechas. Que cada quien saque sus propias conclusiones. Yo me quedo con la imagen de París en los cuarenta y ese Picasso juguetón, generoso, leal con sus amigos, consciente de su increíble talento (dibujaba sobre los manuscritos originales de sus amigos poetas para “revalorizarlos”), y sin ningún asomo de falsa modestia, esa forma tan odiosa de la hipocresía.

Sopotocientos amigos...

Sopotocientos amigos...

Escribo ahora desde mis 5 años, botas ortopédicas y todo, que se resbalan un poco sobre el piso de mármol impecablemente pulido. Me gusta deslizarme por el suelo con mis botas, pero es mejor cuando estoy en medias, sólo que no me dejan andar en medias por ahí. La ventana de la sala está poblada por las ramas del árbol de flores rosadas que parecen hélices de helicópteros y que, de hecho, Virgi y yo arrancamos para hacerlas caer girando sobre sí mismas, una y otra vez, y es divertido verlas caer desde la ventana hacia el jardín. Una vez encontramos una enorme tela de araña en las ventanitas de la escalera, y allí, agazapadita, estaba la araña negra de larguísimas patas esperando a su próxima víctima. Nos daba miedo, pero también curiosidad, y nos sentamos a esperar que cayera una mosca en la tela sólo para ver cómo la araña la devoraba, pero esperamos y esperamos y no venía ninguna mosca y era un poco aburrido.

Siempre es mi papá el que pone el picó. A mi papá ya le llego un poco más abajo de las rodillas, pero dentro de muy poco le llegaré a las rodillas y de todos modos siempre le gano cuando jugamos a Popeye, y yo siempre soy Popeye, claro, y Virgi Olivia y mi papá es Brutus que se lleva a Virgi en brazos por toda la sala y yo lo persigo y le doy puños detrás de las piernas y él grita no, no, y baja a Virgi sobre el sofá y yo la salvo y Virgi grita. Pero cuando mi papá pone estas canciones nos ponemos a cantar Virgi y yo. Claro ella es más chiquita y no se las sabe tan bien, pero yo la ayudo. Sobre todo me gusta la de “peligro”: Hay una palabra que se llama peligro/ hay otra que se llama confiar/ cuando haya peligro/ tienes que alejarte/ y si no te alejas/ te puedes dañar”. Ya yo sé que en la cocina hay peligro y que hay que no acercarse porque uno se quema, como Tita, que tiene todos los dedos quemados, y yo le doy besitos para que no le duela. Tita nos lleva al parque y nos enseña el hueco por donde se mete el morrocoy, aunque yo nunca lo he visto, Tita dice que cuando sabe que hay mucha gente no sale y que hay que quedarse calladito para que se asome, pero yo me quedo calladita y no se asoma. Los morrocoyes son muy raros.

Otra canción que me gusta es esta: “Si me tapo los ojos/ no te puedo mirar/ si me tapo la boca/ no te puedo hablar…” Esa es facilita y yo se la canto a Mamama cuando sube, y le pido que cante conmigo pero ella no quiere, y Virgi no se la sabe todavía, es muy chiquita, así que tengo que cantar yo sola, cuando uno se hace grande tiene que hacer las cosas sola.

…Emerjo de ese pasado al que he vuelto, cual magdalena de Proust, gracias a un nuevo amigo, Cicuta33, a quien le estaré eternamente agradecida por haber tenido la paciencia de pasar a digital todas y cada una de las canciones de Sopotocientos, incluida la portada y las letras de las canciones, y sobre todo por haber sido tan generoso de colgarlo todo en la red y enviarme el link ed2k. Los lectores nacidos en los 70 en Venezuela saben de qué estoy hablando y lo tripearán tanto como yo. Lo tienen aquí.

(Nota: Parece que desde Venezuela no funciona el link. Lo resolveré pronto).

La carta de mi papá

Este ínterín sin postear, por llamarlo de alguna forma, se me ha parecido a esos retiros espirituales del colegio de monjas que fue la pesadilla de mi adolescencia temprana. Lo que me gustaba de ellos es que te sacaban de la rutina: en vez de ir a clase, nos montaban a todas en un autobús y nos mandaban a una casa en El Hatillo, creo que era, en donde nos pasábamos el día intentando escaquearnos de las actividades y "juegos" diseñados para hacer de nosotras mujeres de bien (en otras palabras, amas de casa entregadas a su hogar —y no es que tenga nada en contra de la amas de casa, es sólo que todos tenemos que tener algo propio, algo que no pertenezca a nadie más, y lo que te enseñaban era todo lo contrario: abnegación y sacrificio). Lo que no me gustaba de los retiros es que siempre volvía a mi casa sintiéndome horriblemente culpable por haberme pasado el día haciéndome la graciosa con mis amigas, en vez de rezar y todo eso. Esos terribles dilemas existenciales, pues.

A uno de esos retiros teníamos que llevar una carta que debíamos pedirle a uno de nuestros padres que nos escribiera para la ocasión. En ella debía decirnos lo que pensaba de nosotros y esas cosas que uno lleva por dentro y nunca dice. No debíamos leer la carta hasta el día del retiro, de hecho debíamos llevarla en un sobre cerrado. Obediente, le pedí a mi papá que me la escribiera. Nunca olvidaré que utilizó mi papel de cartas, uno de pájaros, con un sobre a juego. Pues bien, el día del retiro nos dividieron por grupos, y resulta que en mi grupo yo era la única que se había acordado de la carta. No recuerdo qué había que hacer con ella, pero sí el momento en que la leí. Mi papá me decía, en su caligrafía entrañable en tinta azul (casi podía verlo en su escritorio, escribiendo la carta con su pluma fuente), que extrañaba a la niña que yo había empezado a dejar atrás. Decía que me había retirado a un territorio desconocido para él y del que le dolía no formar parte. Decía que a veces me miraba y no me conocía (a mí me pasaba lo mismo cuando me veía en el espejo), y me preguntaba por mis antiguos intereses, los libros, los pájaros, la historia —intereses que yo había reemplazado por interminables conversaciones telefónicas o la música a todo volumen en mi walkman. Y terminaba diciendo que, a pesar de todo, estaba orgulloso de mí y de la mujercita en la que me estaba convirtiendo.

Cuando leí aquello me sentí más cerca de mi papá de lo que había estado en mucho tiempo, desde que, muy pequeña, nos encerrábamos en la biblioteca a hablar de mis problemas y él me escuchaba como si mis problemas no fueran sólo "cosas de niños". Quise correr a abrazarlo, pero claro, estaba en el retiro, tenía una tarde interminable por delante y más me valía ocultar mis lágrimas si no quería que las demás niñas tiraran a matar con sus comentarios despectivos. Me sentí culpable por crecer. Yo entiendo a mi papá, al hombre que era mi papá en el momento de escribir la carta, pero también entiendo a la muchachita que la leyó. Siempre pasa, cuando cambiamos (para bien y para mal), que los que nos quieren se asustan un poco.  

Luego el cura dijo que quien lo quisiera podía leer su carta en voz alta. Yo, desde luego, no quería leer la mía: aquello era como traicionar a mi papá en cierta forma, sus palabras estaban dirigidas a mí y a nadie más y a fin de cuentas sólo yo las comprendía —pero yo era la única niña de mi grupo que tenía una carta y no leerla hubiese sido dejar a las demás en evidencia. De manera que la leí, claro. Por aquello del espíritu de sacrificio y de entrega a los demás. La leí, procurando no sentir nada, procurando no pensar en mi papá ni en el sentido de lo que leía, y logré leerla de principio a fin sin abandonarme a mi nudo en la garganta, y luego me sentí desagradablemente desnuda.

No sé por qué he recordado esto. A lo mejor porque esa conexión con mi papá se perdió para siempre. Quería escribir algo distendido y re-inaugurar mi blog después de tantos meses sin aparecerme, pero esto fue lo que me salió. Cosas de la memoria.

Coaching para escritores

Es increíble la cantidad de obstáculos que un aspirante a escritor, o un escritor establecido, tienen que superar día a día para afrontar el reto de la página en blanco. Desde la falta de motivación a la incertidumbre, los miedos, los bloqueos, no saber cómo proceder, sin mencionar la cantidad de veces que la vida real conspira y se entromete y le roba tiempo a la escritura: el trabajo, la familia, las preocupaciones diarias, la ropa sucia, en fin. Hay que ser bastante terco para seguir empeñado en escribir. Hay que ser bastante obstinado para aparecerse frente a la pantalla de la computadora día tras día a pesar de la falta de fe de los demás ("¿otra vez perdiendo el tiempo?") y sobre todo de uno mismo ("yo aquí escribiendo un cuento que puede que resulte muy malo cuando podría estar ganándome la vida y siendo una persona responsable"). Los talleres de escritura ayudan (a veces) a mejorar la técnica, pero es poco lo que pueden hacer para ayudar al escritor a superar esos otros obtáculos, de los que el principal y más peligroso es el escritor mismo. Es aquí donde entra el coaching. Un coach te guía desde la gestación de tu obra hasta el proceso de venderla, sin necesariamente leer lo que escribes porque no es ese el punto. El punto es entrenarte para superar esos otros obstáculos que se interponen entre ti y tu libro.

Creo que lo más importante de todo, el punto de partida, es darle importancia a la escritura y ponerla siempre en primer lugar, porque es la forma que el escritor ha elegido para darle sentido a su vida. Se puede caer el mundo, pero uno está allí, frente a la página, día tras día. Y todo lo demás puede esperar. Es la única forma, créanme. Son tantas las cosas que pueden parecer "más urgentes", pero ¿qué es más urgente que vivir una vida con sentido? Escribir no es la única respuesta, pero si es la que has elegido, o la que te ha elegido a ti (a veces también pasa), que nada ni nadie se interponga en tu camino. Lo demás se aprende solo. Nadie ha dicho que sea fácil, pero yo creo que la satisfacción de crear mundos de la nada no tiene precio.

Dos canas

En la parte superior de mi cabeza, en todo el medio, florecen dos canas pequeñísimas. Apenas despuntan entre la maraña de mi pelo. Seguramente nadie las notaría, a menos que las buscara expresamente. Pero yo sé que están ahí. Las llevo a todas partes.

No es la primera vez que me encuentro una cana. La primera apareció hará un par de meses. Cuando la descubrí, mirándome en el espejo del baño, me quedé paralizada. Esta era larga: larga y blanca como un pequeño intruso en medio de mi pelo crespo, que en ese momento intentaba domesticar, peine en mano. Lo típico era gritar. Lo típico era salir corriendo a mostrársela a Mariano como si de una maldición se tratase. Pues no. Yo no. Yo me la arrancaría de la cabeza y me olvidaría del asunto.

Pero unos días después me encontré otra. Se acercaba mi trigésimo-cuarto cumpleaños. Vaya regalito: la evidencia del paso del tiempo me caía encima con todo su peso. Mi primera reacción fue arrancármela como la mala hierba, igual que había hecho con la primera, pero luego lo pensé mejor. Admitámoslo: nada iba a impedir que siguieran saliendo. Ya que de alguna forma tendremos que convivir, mejor llevarse bien, ¿no? Así que me la dejé, y días después aparecieron las dos hermanitas pequeñas que van a su propio ritmo, en medio de mi cabeza. La verdad es que he empezado a encariñarme con ellas.

Es curioso. Las "primeras veces" suelen ser eventos importantes, memorables, hasta que uno llega a cierta edad. El primer beso, el primer día de clase, el primer cigarrillo, el primer baile pegado, la primera noche, el primer hijo. En cambio, la primera cana es un evento terrorífico, tan terrorífico como inevitable: no se puede detener al tiempo. ¿Qué voy a hacer? ¿Ponerme a llorar? Sí, cuando mis canas se vean supongo que me teñiré el pelo, por una cuestión de estética. Pero nunca voy a mentir sobre mi edad. Para llegar a esta edad -treinta y cuatro, tampoco es taaaanto - he pasado por muchas cosas. He ganado batallas y las he perdido. He hecho el ridículo muchas veces. Me he puesto en situaciones de peligro. He cometido excesos. Me he arrepentido por hacer algo y también por no hacerlo. He abandonado los viejos sueños y luego los he recuperado y vuelto a abandonar y actualizado para finalmente definir cuál era mi camino, el verdadero, y quién quería ser. Ahora estoy en ese camino, ¡y lo que falta por venir! ¿Volvería atrás? ¿Recuperaría el desenfreno de mis veinte años y volvería a no tener la más absoluta idea de hacia dónde voy? No, por Dios. Yo me quedo con mis dos canas.

La fuerza de tu querer

La fuerza de tu querer

Estoy haciendo un curso online de coaching para escritores. Un coach no te ayuda con el aspecto estructural de la escritura, no necesariamente tiene que leer lo que escribes. Más bien te ayuda con todo lo demás -que es muchísimo. Te ayuda a escribir de manera regular y durante mucho más tiempo, a vencer tus dudas y miedos, bloqueos y resistencia. Te apoya durante el proceso creativo y a la hora de salir a vender tu obra. En fin, es un entrenador personal para la vida de escritor. La idea del curso es poder ayudar a los demás pero sobre todo a uno mismo, que es la razón por la que lo estoy haciendo: para ser mi propio coach.

La semana pasada trabajamos sobre los distintos aspectos de la personalidad que un escritor debe fomentar. Eric, el instructor, nos envió una lista de nada menos que 75 cualidades. De ellas, había que elegir una para trabajarla durante la semana. Yo elegí la confianza en mí misma, porque me pareció que esa cualidad incluía muchas otras: asertividad, por ejemplo, resistencia, etc. Fue una semana bastante reveladora.

Esta semana hemos estando trabajando sobre la cualidad fundamental, el pilar que sustenta una vida de escritor, y en realidad cualquier tipo de vida: las ganas. Suena tan sencillo y tan evidente que al menos yo lo he pasado por alto muchas veces. Las ganas de crear un mundo. Las ganas, el deseo, es algo fluctuante: a veces está arriba -sobre todo cuando el trabajo va bien, cuando estamos contentos con lo que escribimos, o cuando alguien nos elogia- y a veces está abajo -cuando odiamos lo que hemos escrito, cuando las cosas no fluyen, cuando recibimos una mala crítica. La clave está en volver a hacer aflorar las ganas, en hacer que crezcan, en no descuidar el deseo. Igual que al hacer el amor.

He descubierto que mientras más escribo, más ganas tengo de escribir. En el momento en que lo dejo, las ganas se mueren como una planta sin agua. Entonces algo empieza a fallar. Hay una incomodidad existencial, una sensación de que algo no está bien, una inquietud, y empieza a aparecer mi instinto asesino. Es como una bestia que han dejado libre de pronto. Tímidamente asoma el hocico, olfatea, y se lleva por delante algo sencillo y cotidiano, digamos una cita. Después va cogiendo confianza y empieza a lanzar comentarios hirientes, primero contra sí misma y luego contra los demás, que se alejan por instinto de supervivencia. Ella los ve alejarse y lanza improperios. Y poco a poco empieza a arrasar con todo. Entonces, aterrada, empiezo a preguntarme qué es lo que está mal, pero se me pasa por alto que lo único que está mal es algo muy sencillo. Simplemente, no estoy escribiendo. Por lo tanto, no hay que dejar de escribir, por mi bien y el de los demás. No hay que dejar que mueran las ganas.

De mis tiempos de teatrera universitaria (años ha), me quedé para siempre con una frase: "la fuerza de tu querer". La fuerza de tu querer es aquello que le imprime vida a todo lo que haces. Es ese soplo que distingue la mirada apagada de quien ya no espera nada, de la mirada despierta y brillante de quien no ha dejado morir las ganas. La fuerza de mi querer es la que me hace acudir todos los días, sin importar mi estado de ánimo o mi nivel de energía, a mi cita conmigo misma y con mis personajes. Hay días buenos, y días malos, pero yo me aparezco. La fuerza del querer es sumamente poderosa. Yo creo que es el origen de la vida, ni más ni menos.

¿Quién carrizo me manda?

No quisiera presumir, pero la verdad es que soy una persona muy inteligente y astuta. El problema es que utilizo esas cualidades en lo que no debería. Una de mis habilidades más recientemente descubiertas es la de escaquearme para no escribir cuando me acerco a terrenos peligrosos. Es automático. Apenas me estoy acercando a una escena de la novela que me compromete, asusta, amenaza o duele, o que simplemente no sé cómo encarar, automáticamente me invento una excusa para levantarme y no seguir escribiendo. De pronto me entra un hambre atroz, o me duele la cabeza, o recuerdo que es urgente que ponga la lavadora. Me dan unas ganas terribles de hablar por teléfono con mi mamá, me acuerdo de alguna amiga de la que hace tiempo no sé nada y me parece que me voy a morir si no la llamo en el acto. O me entra una necesidad imperiosa y urgente de limpiar la cocina (habráse visto). Me acuerdo de que no tengo frutas y me digo que sin frutas no puedo vivir, por lo que se hace absolutamente vital bajar en el acto a la frutería. O, la técnica más reciente, me entra un sueño incontrolable y de pronto me encuentro incapaz de seguir escribiendo sin que se me cierren los ojos. Incluso a veces hasta me mareo, y mareada no puedo escribir, desde luego. Mis formas de manipularme a mí misma no tienen fin, y cada vez son más sofisticadas. Ayer me dije que no me levantaría de mi escritorio bajo ningún pretexto antes de que hubiera terminado (terminado de verdad, me refiero, no después de escribir un solo párrafo). El resultado fue que escribí durante media hora y el resto del tiempo lo pasé allí, frente a la pantalla, recreándome en la inmensa tristeza que me daba pensar que algún día terminaría la novela y tendría que despedirme de mis personajes. Estoy que no me soporto, la verdad. Ando con las emociones revueltas, una ansiedad perenne y la cabeza llena de dudas. Aún así persisto. No sé por qué. Supongo que por pura terquedad.

El tiempo pasa

El tiempo pasa

(Después de preguntarme durante varios días si podría volver a acceder a mi blog en algún momento o si tendría que despedirme definitivamente de él, aprovecho este momento de tranquilidad laboral para postear, porque no sé cuándo Blogia me volverá a dejar hacerlo).

Voy a ser tía por primera vez. Parece que fue ayer cuando mi hermana y yo compartíamos el cuarto en casa de mis papás, y ahora va a tener un bebé. Tanto ella como yo queríamos tener nuestra propia habitación, pero no la tuvimos nunca. En realidad Virgi sí la tuvo, cuando yo me casé y le dejé el cuarto a ella, pero de eso hablaré después. El hecho es que no es una tontería compartir el mismo cuarto con la misma persona durante 23 años.

Yo, personalmente, siempre he sido muy territorial. Ya que no podía tener un cuarto para mí sola, marcaba mi propio territorio en el cuarto que compartía con Virginia: mi escritorio, mi silla, mi cama. Por eso no podía soportar cosas como que Virginia dejara las toallas húmedas sobre mi cama, por ejemplo. Si se acuerdan del demonio de Tazmania, eso da más o menos una idea de cómo me ponía. El tiempo y la experiencia me han aplacado, pero reconozco que podía llegar a ser terrrible. Virgi, en cambio, no entendía esos arranques míos. Para ella era igual dejar la toalla sobre mi cama que sobre la suya o en cualquier otro lugar, esas cosas no tenían la más mínima importancia. Muchas veces nos quedábamos hablando por la noche, con la luz apagada y desde nuestras respectivas camas. A veces hablábamos hasta muy tarde, y el despertador sonaba a las 6 pero nosotras seguíamos durmiendo, y tenía que venir mi papá dando palmadas y diciendo, "niñitas, colegio", y siempre llegábamos tarde, aunque el colegio quedaba a 10 minutos de mi casa.

Quizá por ser tan distintas y estar condenadas a compartir el mismo espacio hubo un tiempo en el que estuvimos a años luz de distancia, aunque durmiéramos a pocos metros. Virginia estudiaba odontología y yo, comunicación social. Ella dejaba por ahí sus dientes y otras asquerosidades, yo guardaba pulcramente mi cámara y mi carpeta de poemas bajo llave. Cuando me tocó terminar la tesis, Virginia no tuvo ningún reparo en cedernos el cuarto a mí y a mi compañera para que trabajáramos toda la noche (y todo el día) mientras ella dormía en la sala. Lo hizo con la misma generosidad y el mismo desprendimiento que siempre tuvo. Yo no hubiese podido dejar que invadieran mi espacio de esa forma. La verdad es que yo era odiosa, ahora que lo pienso. A lo mejor todavía lo soy y no me he dado cuenta.

Por eso, cuando finalmente me fui, dejándole a Virgi todo el espacio del mundo para que abandonara las toallas donde ella quisiera, pensé que para ella sería un alivio. Pero nunca voy a olvidar el llanto de Virgi la primera vez que fue a visitarme a mi nueva casa, todavía sin muebles. Al despedirnos en la puerta se colgó de mis hombros y me dijo que no quería volver a nuestro cuarto si yo no estaba. En ese momento me di cuenta de que toda nuestra relación de hermanas había estado plagada de malentendidos e incomprensión. Hasta muy poco siguió estándolo, pero yo creo que el tiempo y la madurez los han ido diluyendo. Y eso no es cualquier cosa para dos hermanas que compartieron el mismo cuarto durante tanto tiempo, y que ahora viven con un océano de por medio.

Y ahora, cuando mi reloj biológico hace años que empezó a dar la voz de alarma (el tiempo pasa, el tiempo pasa, el tiempo pasa), mi hermanita va a tener un bebé. La misma que hasta hace poco sólo me llamaba cuando tenía un problema (cosa que al principio me molestaba pero a la larga empecé a agradecer), a veces esquiva y a veces accesible, pero siempre entrañablemente linda, ahora se me adelanta por primera vez --porque siempre he sido yo, la mayor, la primera en vivir las cosas: el primer beso, el primer viaje sola, el primer gran desencanto... Yo siempre la voz de la experiencia, y mi hermanita llamando para contarme sus cosas porque yo ya había pasado por eso... Es tan grande que ahora vaya a ser al revés. Y va a ser tan grande cargar a esa criaturita, tan grande que todavía no me lo creo. En realidad me parece que no lo puedo poner en palabras, así que para qué decir más.

Digresiones de principios de otoño

Resulta que mi blog ya cumplió un año y ni cuenta me di. Uno va por la vida así, de aquí para allá, y los días se suceden y pasan los meses y los años y uno sigue con la misma carrera. En fin. El asunto es que ya hace un año que empecé este experimento, y sigue siendo un experimento. Básicamente.

El verano ya da paso al otoño y la luz empieza a cambiar. Todo empieza otra vez. La semana que viene comienzan mis clases, lo que significa que hay que volver al madrugón. Nuevo año académico, nuevos alumnos. A ver quién toca esta vez.

Este año, sin embargo, las cosas van a ser un poco distintas. He establecido prioridades y he decidido que voy a ordenar mi vida en torno a la escritura. Es fácil decirlo, pero no ha sido nada fácil llegar a esta decisión. En primer lugar, porque nunca me he tomado demasiado en serio como escritora, y en segundo lugar, porque pensaba que era imposible. Pero, he decidido ser valiente y darle a la escritura el lugar que le corresponde. Se acabó el robar tiempo para escribir. Afortunadamente, ser profesora de inglés en empresas es una gran ventaja porque uno se hace su propio horario, y he decidido no trabajar después de las 4 de la tarde. Es verdad que a veces se hace cuesta arriba, los alumnos cancelan las clases y no las cobro, se ponen pesados, se me agotan las ideas, no encuentro materiales que valgan la pena, los autobuses siempre van llenos y la cantidad de libros, carpetas, cassettes y afines que tengo que llevar de aquí para allá me destroza la espalda, PERO... tengo tiempo para escribir, y no gano mal. Qué mas puedo pedir.

De manera que ahora la prioridad absoluta es la novela. Llevo 84 páginas. Hay días que fluye y días que no. Hay días que la adoro y días que la detesto. Hay días y días, pero yo, contra todo pronóstico, me aparezco y sigo trabajando. Yo misma me asombro. No parezco yo.

Nueva York

Nueva York

Nueva York sabe a café latte. El café latte es como el capuchino, pero con más leche, y lo compres donde lo compres, está disponible en tres tamaños: grande, extra grande y gigante. En Nueva York, lo único pequeño es uno mismo. Sobre todo la primera vez que vas a Times Square. Si uno nunca ha estado en Times Square, no conoce la verdadera talla del ser, que es mínima.

En verano el calor es pegajoso y húmedo, pero hay que llevar un suéter a todas partes porque el aire acondicionado lo ponen a tope. No sabría decir si pasé más calor o más frío. Incluso me dio gripe. Pero hasta tener gripe en Nueva York tiene su encanto. Basta con ir a Brooklyn y pasear por el Promenade para que uno se sienta como un personaje de película. La gripe, o lo que sea, parece de celuloide. Yo no sé si los neoyorquinos tienen esa conciencia de ser personajes de película, o si se trata de un privilegio exclusivo de los visitantes. Yo creo que es más lo segundo: alguna ventaja teníamos que tener los que no tuvimos la fortuna de nacer allí. A ratos uno se siente como si estuviera paseando por una película de Woody Allen, y cuando menos te lo esperas, el escenario cambia y te encuentras en un videoclip de U2. Una maravilla.

Hay que ir a Nueva York. Hay que perderse por sus calles. Hay que cruzarse con todo tipo de personajes y escuchar todos los idiomas del mundo. No hay que conformarse con las películas. Hay que dejar que se te meta por dentro como un pequeño parásito, que se quede allí para siempre. Hay que ser un poco masoquista para querer tanto a esta ciudad. O no. Todo depende. Todo cabe.

(No puedo dejar de mencionar la Zona 0, sobre todo por estas fechas. Sólo puedo decir que sobre ella pesa el aire. Es una sensación que se empieza a sentir a medida que uno se aproxima: algo empieza a removerse por dentro, cuesta respirar. La gente guarda silencio, a excepción de algún turista aislado que no puede evitar el impulso de salir en la foto. En las rejas cuelgan letreros pidiendo respeto.

En una maravillosa librería de libros usados, en Brooklyn, un lugar mágico de donde no habría que salir nunca, nos pusimos a conversar con el dueño. Cuando le dijimos que vivíamos en Madrid, nos dio "sus condolencias" por los atentados de Atocha el año pasado. "Soy de Nueva York," dijo, "así que yo también sé lo que se siente." Aquello me sorprendió. A pesar de que vivo muy cerca de Atocha y yo misma pude haber estado allí, hace rato que se me olvidó aquello. Ninguno de los míos resultó afectado; la vida sigue. Pero no hay que olvidar. Tampoco obsesionarse, y mucho menos con la idea del "enemigo": mientras siga habiendo bandos habrá muerte. Pero no, no hay que olvidar).

Vacaciones

Comienza agosto y Madrid se ha quedado sola. Es una delicia: no hay colas, no se agolpa la gente en las esquinas, siempre hay puesto en el autobús (aunque pasan con mucha menos frecuencia). Si esto fuera así todo el año, esta sería la mejor ciudad del mundo.

Yo, por mi parte, me voy a Nueva York.

Siempre he querido conocer esa ciudad que se me antoja mágica. Las cosas surgen en el momento en que tienen que surgir, definitivamente. Poder ir ahora es un regalo. Creo que cuando realmente hacemos lo que tenemos que hacer, lo que nos dicta el corazón, de pronto el rompecabezas se arma solo y surgen oportunidades donde no las había, las puertas se abren y las cosas fluyen. En mi caso siempre ha sido así. Cuando escribo, todo me sale bien. Cuando no estoy escribiendo, las cosas se tuercen. Está clarísimo cuál es mi camino.

La novela sigue avanzando, con sus días buenos y sus días mejores. He aprendido a no tener expectativas y simplemente hacer lo que tengo que hacer: aparecerme. Estar allí, ante la pantalla. Nada más. Lo demás viene solo. Qué delicia de verano, verdaderamente. Las cosas van bien.

El proceso creativo o el umbral de la locura

El proceso creativo o el umbral de la locura

Desde que Mariano se fue a Nueva York hace ya casi un mes, he estado metida de lleno en la escritura de mi novela, y me he dado cuenta de que no hay nada como la escritura para combatir la nostalgia. No es que Mariano no me haya hecho falta, pero esto de vivir una vida paralela es tan emocionante que a uno se le olvida el resto. Por ejemplo, uno de mis personajes, Santiago, se me esconde. Estoy segura de que guarda un secreto y no quiere que me entere. Sospecho que no es tan buena gente como yo pensaba. Eso me asusta. Por otra parte, hay otro personaje, Daniel, que entró de pronto en la novela y todavía no sé qué hace ahí. Yo lo observo y lo sigo, no me queda otra. Mientras tanto, todos los demás se van acercando peligrosamente al clímax y sufro profundamente por ellos. Los quiero mucho. Han estado conmigo durante mucho tiempo. Han aguantado mis periodos de sequía y mis periodos de indiferencia y todas las distracciones de estos casi siete años. Les debo algo. Les debo este libro.

Si todo esto suena esquizofrénico, es porque lo es. Si voy más allá, solo un poco más allá, traspasaré el umbral de la locura - pero sólo puedo escribir desde ese lugar, ese preciso lugar en donde se funden ficción y realidad y ya no sabes dónde empieza una y dónde termina la otra y tampoco importa. La escritura es un oficio peligroso. Te obliga a pasearte por el lado oscuro.

Los objetos

Hace 9 años que me casé, 8 y medio que salí de Venezuela, 4 que me divorcié. Cuando salí del país con mi ex esposo, a quien llamaremos A., nunca pensé que no volvería. La idea era que cada uno hiciera su master, gracias a Fundayacucho, yo en Inglaterra primero y después él en España, y luego regresar al apartamento que habíamos dejado en Caracas, en La California Norte, con los muebles que acabábamos de comprar y la vajilla, bandejas de plata, jarras, portarretratos, candelabros, copas, vasos, ensaladeras, etc. etc. que habían sido nuestros regalos de boda, gran parte de los cuales permanecían en cajas esperando nuestro regreso. Pero el regreso no se produjo. De Lancaster nos vinimos a Madrid (con un mes de tregua en Caracas, mimados por las dos familias) y ocurrió que me fui enamorando de esta ciudad, y que vinieron las elecciones y ganó Chávez. Razones de peso para decidir quedarnos.

En ese entonces, mi idea de pasar trabajo consistía en no poder ir al cine en Inglaterra porque el dinero de una beca era apenas suficiente para pagar el alquiler y la comida (a pesar de lo cual pudimos viajar por ahí, morral al hombro, durmiendo en hostales de estudiantes, cosa que a esa edad tiene su encanto). Pero incluso no poder ir al cine era divertido. Se trataba de una novedad, y a fin de cuentas, no iba a durar mucho tiempo. La vida entonces era un juego, pero poco a poco el juego se fue complicando. No teníamos papeles y no podíamos trabajar. Los ahorros menguaban, pero todavía teníamos a nuestras familias y en todo caso allá en Caracas estaba el apartamento esperándonos, si las cosas se ponían feas. Conseguí trabajo como profesora de inglés, no me pedían papeles así que ni lo pensé. Al final, y después de muchas vicisitudes que no vienen al caso, salieron los papeles, A. también encontró trabajo y las cosas poco a poco parecían empezar a tomar su rumbo de nuevo, a ir como siempre habían ido, es decir sin mayores dificultades. Pero fue entonces cuando nuestro matrimonio empezó a hundirse. Para qué entrar en detalles. Digamos que fue algo muy progresivo, como una lenta agonía, hasta que finalmente todo colapsó estrepitosamente.

Para entonces, el apartamento de La California lo habíamos alquilado a unos amigos y mis suegros se había llevado a su casa las cajas con la vajilla, copas, bandejas, jarras, candelabros y todas esas cosas que en Madrid ni soñábamos con tener, porque no podíamos comprarlas y porque nos conformábamos con los platos de todo a 100 y no nos importaba que cada tenedor fuese distinto.

Hacía rato que me había despedido de todas esas cosas a las que en realidad nunca di la menor importancia. Cuando nos casamos hicimos una lista de bodas porque era lo que había que hacer, pero en realidad siempre me dio igual comer con cubiertos de plata que de plástico. Así que esas cajas cerradas permanecieron en casa de mis ex suegros... hasta ahora.

Las cajas llegaron por barco y fui a la casa que ahora A. comparte con su novia, a quien no conocía, para ver con qué me quedaba yo. A. y yo no tenemos más relación que la estrictamente necesaria, por decisión de él. Nuestro trato es cordial y yo siempre lo querré muchísimo, pero nunca podremos salvar el creciente abismo que nos separa. Supongo que es normal. Pero no deja de doler.

La novia de A. es encantadora y nos ayudó a embalar las bandejas, jarras, tacitas de café. Había incluso un portarretratos con una foto de mi Tita, sus perros, mi hermana y yo. Cada uno de esos objetos tenía una historia que era nuestra, de A. y mía, y yo me sorprendí al recordar cada una de ellas – pero ahí estábamos, envolviendo cada objeto en papel y metiéndolos de nuevo en cajas para que yo me los trajera a la casa que comparto con Mariano. Ahora esas cosas están en mi pequeño piso del barrio de las letras, en donde nunca habían entrado objetos de plata, en donde los platos pertenecen a la casera.

¿Y qué hago yo con todo esto? He puesto las botellas de vidrio verde sobre una bandeja de pewter en la mesa lateral de la sala, junto a un candelabro de plata y una jarrita. La vajilla de diario sustituye ahora a la de la dueña del piso, convenientemente guardada en una caja en el clóset. Sobre la pared he colgado un precioso plato de pewter, enorme, y he tenido que quitar el cuadro que ahora desentonaba. Hay unas cuantas bandejas, un par de jarras y una heladera de plata que no he podido colocar y que esperan que las limpie y las guarde para cuando tenga una casa grande. Todas estas cosas – regalos de tíos, primos, amigos que estuvieron conmigo en un momento que fue importante – son parte de mi historia. Ahora han vuelto a mí, en otro momento de mi vida que también es importante, como si me las regalaran por segunda vez.

El poder de la memoria

El poder de la memoria

De Venezuela me traje varios libros que no encontraría aquí en España. Libros de autores venezolanos, como Eduardo Liendo (genial Pepín Spútnik, Alekos), o Milagros Mata Gil (un grato descubrimiento), o la gran Ana Teresa Torres. El por qué de la escasa presencia de escritores venezolanos en las librerías españolas es algo a lo que no me voy a referir aquí, pero ciertamente es un tema que preocupa. Recientemente tuve la agradable sorpresa de encontrar un libro de poemas de Hanni Ossott, Canto de penumbra, en una gran librería de Madrid, y es posible encontrar cosas de Arturo Uslar Pietri y Rómulo Gallegos, pero hasta ahí.

En fin. Yo de lo que quiero hablar es del libro de Ana Teresa Torres, Doña Inés contra el olvido. De Torres había leído El exilio del tiempo, una novela hechizante y lúcida, y la más reciente Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin, bastante intrigante. Pero ninguna como Doña Inés.

Doña Inés es una mantuana del siglo XVI que narra desde la muerte las vicisitudes de su descendencia, y con ellas la historia de Venezuela a lo largo de tres siglos. Su voz es el hilo conductor que hilvana escenas inolvidables, episodios históricos, lugares y costumbres del pasado y el presente, y explica sin quererlo cómo hemos llegado a dónde estamos y por qué somos como somos. Es un libro muy hermoso, lleno de personajes lúcidos, y Doña Inés está tan llena de vida que a uno le provocaría cerrar los ojos y escucharla contando anécdotas como lo hacían mis tías abuelas cuando era niña.

Como siempre que termino un buen libro, me ha costado mucho dejar a Doña Inés. Hay escenas que se han quedado conmigo para siempre, como la entrañable huida de la esclava Daría con la niña Isabel. Su ama Doña Isabel (viuda del nieto de Doña Inés), sus tres niños y ella están siguiendo a Bolívar, quien ha ordenado la evacuación de Caracas hacia oriente para escapar de las tropas de Boves. La situación es desesperada, los muertos se amontonan en el camino, no hay agua ni alimentos; Doña Isabel, que nunca en su vida había pasado trabajo, está muy débil. La esclava es fuerte, sin embargo. Dice Doña Inés en su narración:

Daría en veinte años no ha tomado nunca una decisión, en veinte años no ha dicho nunca: yo quiero, yo deseo, yo propongo. En veinte años nadie le ha dicho nunca: qué quieres, qué propones, adónde vas. Sus manos han trabajado, su cuerpo se ha inclinado, sus labios han contestado respetuosamente las preguntas que otros han pensado, sus pies han marchado silenciosos sobre la tierra y han atravesado silenciosos los patios y corredores (...) Pero nunca antes ha tomado una decisión.

Y la toma. Salta de la carreta con la niña en brazos. Durante varios días atraviesa con ella terrenos inhóspitos, hasta que llega a la hacienda de la familia en Curiepe. La niña Isabel es la única superviviente de su familia. En la hacienda, o en lo que queda de ella, sólo está el fiel mayordomo y algunos esclavos que no han querido huir. Daría cuida a la niña Isabel como si fuera suya. Pero ella sabe muy bien cuál es su condición, y cuando la niña tiene 12 años, Daría la lleva a Caracas y se la entrega a un cura amigo de la familia, para que la tome bajo su protección. La separación es dolorosa y triste, pero ¿qué otra cosa podía hacer Daría? Ya una vez le salvó la vida, ahora tiene que devolverla a la vida que le corresponde. Pero Isabel no la va a olvidar...

El libro está lleno de historias semejantes, de esas que se te meten dentro para siempre. Una verdadera joya.

Poniéndome al día

Han pasado muchas cosas en este mes - un mes, sí - que tengo sin escribir en mi blog. Lo más relevante para el caso es que, por esas cosas de la vida, de pronto se borró todo mi perfil de usuario de Windows: todo. Es decir mis mensajes, cuentas de Outlook, fondo de pantalla, preferencias, fotos... y mis documentos. Cuando lo descubrí estuve a punto de lanzarme por el balcón. Desde luego, y como suele ocurrir en estos casos, no había hecho ninguna copia de seguridad recientemente, por lo que no tenía respaldo de una cantidad de cosas, entre ellas - la más grave - mi novela.

Entendámonos: llevo siete años trabajando en esta novela. No todos los días de esos siete años, ni todos los meses, pero en total son siete años y cinco borradores, uno de ellos terminado (caos absoluto), tres abandonados a la mitad, y el quinto, el definitivo, o eso espero; 34 páginas que son la niña de mis ojos. Y de pronto no estaba. Creo que el suicidio estaba más que justificado.

Pero, como los milagros también existen, aparecieron los documentos por allí en una carpeta perdida, y ahora se puede caer el mundo, que yo tengo cinco resguardos de mi quinto borrador, cada uno guardado en un sitio de la casa distinto, y uno en la computadora de mi trabajo por si acaso mi casa se incendiara. Lo que nunca apareció fueron los e-mail y las cuentas de correo y alguna que otra minucia sin importancia.

Estos percances informáticos me han mantenido alejada de mi blog. También han pasado otras cosas, pero eso lo dejo para después. El asunto es que aquí estoy otra vez.

Últimas tardes con Teresa

Últimas tardes con Teresa

Hace una semana que terminé de leer este libro (por recomendación de Bolaño en su libro Entre paréntesis) y no he podido abandonar el fascinante mundo creado por Juan Marsé. Pocos libros se me han metido tan adentro como éste, la historia de Manolo Reyes, alias el Pijoaparte, un delicioso ladrón de motocicletas en la Barcelona de los 50, descarado y canalla, que se enamora de Teresa, una muchachita de la alta sociedad, estudiante de izquierdas, rebelde e idealista como sólo puede serlo quien lo tiene todo. El Pijoaparte ve en ella todo aquello a lo que él aspira, la comodidad y sobretodo el prestigio de una clase a la que él jamás podrá pertenecer. Teresa, en cambio, ve en el Pijoaparte a un rebelde como ella, pero uno de verdad: se hace a la idea de que Manolo es un obrero comprometido con la lucha política, y su mundo le parece lleno de colorido y brillo, en contraste con el mundo rígido, de ideas fijas, en el que vive su familia. Ambos aprenderán que las cosas no son lo que parecen, mientras todas aquellas proyecciones que el uno ha puesto en el otro casi se diluyen para dejar paso al verdadero yo, a la persona. En un momento del libro dice Marsé que Teresa todavía no se había dado cuenta de que había sido seducida por un hombre y no por una idea (cito de memoria porque no tengo el libro a mano). Yo creo que en realidad nunca llega a darse cuenta del todo. Está cerca de darse cuenta, ambos están cerca de tocarse el uno al otro, pero todo se trastoca cuando precisamente esa realidad, deslucida y cruel, juega su papel definitivo en las vidas de Manolo y de Teresa, devolviéndolos al lugar que les estaba destinado, porque no podía ser de otro modo.

Llegar al final de este libro es enfrentarse a un lúcido, pero para mí doloroso, retrato de la sociedad. Pocos personajes me han hecho sufrir tanto como el entrañable Pijoaparte. Quisiera poder imaginar un mundo en el que estas historias fueran posibles, pero ese mundo no existirá jamás.

A veces pienso que la lectura es para mí un placer masoquista. Sufro más con los personajes que amo que con la vida real. Sufrir así, con libros como este, es una verdadera delicia.

Venezuela es una dimensión paralela

Hace una semana que volví de Caracas y creo que he necesitado todo este tiempo para digerir la vivencia. Soy un poco lenta, qué le vamos a hacer, pero es que fueron muchas cosas, y además, no he tenido el espacio suficiente (físico y mental) para pensar. De manera que este post llega un poco tarde, pero más vale tarde que nunca, ¿no?

Si me pusiera a escribir una crónica, cosa que no voy a hacer, de mi día a día allá, se podría titular Crónicas de Macondo. Me voy a limitar a describir cómo hice para sacarme la cédula, que fue el propósito principal de mi viaje. Era algo iomportantísimo: tenía que recuperar me verdadero nombre después de haberme divorciado hace unos años. Creo que tengo mérito. En sólo dos semanas me saqué la cédula, la licencia y la licencia internacional, la partida de nacimiento y el certificado de antecedentes penales (para pedir la nacionalidad española), y el carnet de periodista (importante para entrar gratis a los museos).

Primer encontronazo con la realidad: para saber dónde sacarse la cédula hay que tener una bola de cristal. Por esas cosas de la vida, me enteré de que había un operativo... en el 23 de Enero. Territorio vedado por lo peligroso: es difícil hacerle entender a una persona que no haya vivido en Caracas lo que significa aquello. Mariano, que es argentino, pensaba que estaba exagerando cuando le contaba por mail (creo que sospechaba que me había vuelto loca). Segundo encontronazo con la realidad: imposible comunicarla a la persona no iniciada. Me voy, pues, al 23 de Enero, donde no había estado nunca antes en mi vida. La absoluta división de clases que es tradición en Venezuela me parece un verdadero cáncer, y más después de haber vivido tanto tiempo en Europa, en donde esas divisiones no son tan insalvables. En Caracas yo siempre viví en el Este y me movía por esos lares, pero esa es sólo una pequeñísima parte de la ciudad, y agradecí la oportunidad de conocer el otro lado de la moneda- pero una cosa es cierta, y es que es un verdadero peligro internarse en esas zonas, y más si eres mujer y para colmo catira. Pero yo tenía que sacarme la cédula, así que me vestí para no llamar la atención y me fui. Me movía con la actitud de quien conoce el área a la perfección. Aprendí que la palabra que abre todas las puertas es "compatriota". Pero cuando llegué, resulta que ese día sólo estaban sacando la cédula a niños. Tercer encontronazo con la realidad: estas cosas no se pueden prever, hay que llegar hasta el lugar para enterarse. Cuarto - y sorprendentemente agradable - encuentro con la realidad: los funcionarios que se mueven en el 23 de Enero son la amabilidad personificada. Nunca un funcionario (ni venezolano ni español) me había tratado con tanta consideración. Nada de "ciudadano, documentación" ni cosas por el estilo. A pesar de ello, tuve que volver al día siguiente, pero tal y como me lo habían prometido, me pasaron sin tener que esperar por haber perdido el viaje el día anterior. Y no me pasó nada. Volví con mi cédula, que sí, parece de mentira, pero no importa, porque dice mi nombre y apellidos verdaderos. He recuperado mi identidad.

Una posible conclusión a la que he llegado, después de tres años sin visitarlo, es que mi país no es otra cosa que una dimensión paralela. Y que no hay lugar para la nostalgia. A fin de cuentas sigue estando allí, no lo he perdido. Y es verdad, el concepto de patria se me ha quedado pequeño, pero siempre es bueno volver al punto de partida, siempre es bueno recuperar imágenes queridas, sabores, afectos. De eso se trata, supongo. Creo que ahora estoy bastante más en paz con mi vida fuera, con la vida que yo elegí, y lo estoy, paradójicamente, después de haber recuperado ese pedazo de tierra que a fin de cuentas nunca he perdido.

El regreso y la intemperie

Pasado mañana estaré en Caracas. ¿Qué siento? ¿Impaciencia? ¿Alegría? ¿Extrañeza? ¿Nostalgia? ¿Todo lo anterior?

Siento esto: ya no creo en el concepto de patria.

Sí, es verdad que hay cosas que extraño: la playa, sobretodo, la brisa del mar Caribe golpeándome el rostro mientras saboreo una cerveza fría, el azul. Las risas de mis amigos, aunque gran parte de mis amigos ya no viven en Venezuela; emigraron, como yo, buscando una vida mejor. ¿Y la encontraron? Esa es otra historia.

Extraño los cachitos de jamón y poder pedir un marrón claro sin llegar a con leche y que me traigan exactamente lo que he pedido. El Ávila al fondo como silencioso testigo verde. Que los demás hablen como hablo yo (¿pero cómo hablo yo? ¿cuál es mi idioma ahora?) Extraño las cachapas con queso de mano y las arepas de pernil. Y ese no sé qué que tiene el venezolano y que por comodidad llamamos chispa. Pero la verdad es que llevo ocho años, ocho, sin estas cosas, y no he dejado de ser feliz. En realidad, para ser más exactos, he llevado estas cosas siempre dentro, y a lo mejor es eso lo que constituye la patria, un conjunto de recuerdos que uno siempre lleva consigo, y por eso patria es cualquier lugar en donde uno esté y sea feliz.

Yo nací en Venezuela y Venezuela fue mi punto de partida, pero el mundo es muy grande como para quedarse en un solo lugar. A veces también siento que Madrid se me está quedando pequeño. Pero esa es otra cosa. El asunto es que tengo un poco de miedo. Me da miedo volver a Caracas y darme cuenta de que ya no tengo nada allá. Es como cuando te sueltas de la orilla y te quedas flotando sin nada a que aferrarte. Y en realidad así vivimos, ese es nuestro estado natural, porque cualquier orilla es falsa. Creemos que nos aferramos a algo sólido pero ese algo (un trabajo, una relación, un país) en cualquier momento desaparece, y entonces nos damos cuenta de que siempre hemos estado a la intemperie, y qué duro es darse cuenta.

Tita

Cuando mi mamá era una niña, vivía en Betijoque, en los Andes venezolanos, con mis abuelos. Mi abuela contrató a una muchacha del pueblo para que ayudara a cuidar a mi mamá, que era muy tremenda. La muchacha se llamaba Clemencia, y tenía el pelo largo y negro y los ojos curiosos y vivaces.

Como mi mamá no sabía pronunciar su nombre, la bautizó Mencha, y Mencha comenzaron a llamarla todos. Mencha no se opuso a ese cambio de nombre, y mi mamá y ella pronto se hicieron inseparables. Se las veía por el pueblo, mi mamá delante y Mencha atrás, siempre defendiéndola cuando mi abuela llegaba a regañarla por sus tremenduras.

Un día mis abuelos decidieron trasladarse a Caracas. Mencha, por supuesto, fue con ellos. Por nada del mundo se hubiera perdido ella eso: Caracas era una ciudad de verdad, tan grande que casi parecía de mentira, con tranvía y casas de techos rojos y gente, muchísima gente. Desde entonces Mencha no se separó de mi familia. Acompañó a mi abuela y a mi mamá cuando murió mi abuelo, siendo mi mamá todavía una niña. También estuvo cuando ella empezó el colegio, y cuando fue a sus primeras fiestas, y cuando comenzó a estudiar en la universidad, y cuando se enamoró por primera vez, y por segunda. Y Tita también acompañó a mi mamá y a mi abuela cuando mi mamá conoció a mi papá, y cuando se casaron. También estuvo cuando yo nací, y cuando nacieron mis hermanos.

Cuando yo estaba muy pequeña me decían que Mencha era mi abuelita, así que yo le cambié el nombre una vez más y la bauticé Tita. De nuevo Tita no se opuso. Claro que entonces ya Tita no era la muchacha de pelo negro que había cuidado a mi mamá. Ahora el pelo lo tenía gris, y se lo recogía detrás de la cabeza en un pequeño moño. Usaba alpargatas que arrastraba contra el suelo y vestidos de flores, y unos lentes que le hacían los ojos más grandes y le daban un aspecto entrañable de osito de peluche.

Cuando mi abuela murió, Tita se trasladó nuevamente a los Andes para estar cerca de su familia, y se instaló en una vieja casa que había pertenencido a sus abuelos. Era la casa de una antigua hacienda de café, tan antigua que no tenía agua corriente y que hasta hacía muy poco tampoco había tenido luz eléctrica. Pero allí Tita era feliz. Siempre tenía algo que hacer: darle de comer a las gallinas, o cocinar esa cosas deliciosas que nunca más probaré: torta de plátano, unas sopas exquisitas, las arepas perfectas, el café con leche siempre en su punto. Y estas cosas Tita las hacía en el fogón, porque cocina eléctrica nunca tuvo, pero así las cosas sabían mejor.

Siempre que podíamos íbamos a visitarla. Nos sentábamos en la cocina para ponernos al día, en una mesa grande cubierta con un mantel de plástico de cuadros rojos y blancos, mientras su gallo favorito iba y venía y ella preparaba esas cosas ricas.

Tita murió hace unos años. Yo no pude ir al entierro porque estaba en Madrid, pero me contaron que fue precioso. Y es que a Tita la quería todo el mundo, era imposible no quererla, así que todos los niños del pueblo le llevaron flores, y los niños de los pueblos vecinos, y fue muchísima gente. A mí me hubiese gustado ir. Pero tampoco lo sentí demasiado, primero porque yo ya le había dicho a Tita todo lo que tenía que decirle antes de que se fuera, y también porque de alguna forma yo sentía que estaba presente en los niños que le llevaron flores. Como si en ellos volviera a ser niña. La niña que era cuando iba al parque de la mano de mi Tita.

Yo quiero ser como Bolaño

A punto, casi, de terminar la monumental 2666, y mientras dilato el momento de acercarme al final porque me va a doler mucho despedirme de este libro, aunque siempre quedan las relecturas; leo la colección de ensayos y artículos de Roberto Bolaño, Entre paréntesis, que es como decir que entro al universo de este autor infinito, y me siento con él en una terraza a tomar un café. Después de estar sumergiéndome en su obra durante meses, siento a Bolaño como si fuera un viejo amigo, y me imagino las conversaciones que hubiéramos tenido frente a la playa de Blanes. No en todo estamos de acuerdo. Hay autores que él detesta (porque él era así, visceral) y que yo adoro. Pero lo que me subyuga es su afilada lucidez y su amor infinito por la literatura.

Algunas joyas sobre el exilio tomadas de este libro:

Para el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su patria.

Exiliarse no es desaparecer sino empequeñecerse, ir reduciéndose lentamente o de manera vertiginosa hasta alcanzar la altura verdadera, la altura real del ser.

Probablemente todos, escritores y lectores, empezamos nuestro exilio, o al menos cierto tipo de exilio, al dejar atrás la infancia.

Y hablo sobre el exilio, en la voz de Bolaño, porque en un par de semanas viajo a Caracas, después de tres años sin ir. Y porque cada vez creo menos en el concepto de patria. Y en eso sí estoy de acuerdo con mi querido Bolaño.