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Día a Día

La fuerza de tu querer

La fuerza de tu querer Estoy haciendo un curso online de coaching para escritores. Un coach no te ayuda con el aspecto estructural de la escritura, no necesariamente tiene que leer lo que escribes. Más bien te ayuda con todo lo demás -que es muchísimo. Te ayuda a escribir de manera regular y durante mucho más tiempo, a vencer tus dudas y miedos, bloqueos y resistencia. Te apoya durante el proceso creativo y a la hora de salir a vender tu obra. En fin, es un entrenador personal para la vida de escritor. La idea del curso es poder ayudar a los demás pero sobre todo a uno mismo, que es la razón por la que lo estoy haciendo: para ser mi propio coach.

La semana pasada trabajamos sobre los distintos aspectos de la personalidad que un escritor debe fomentar. Eric, el instructor, nos envió una lista de nada menos que 75 cualidades. De ellas, había que elegir una para trabajarla durante la semana. Yo elegí la confianza en mí misma, porque me pareció que esa cualidad incluía muchas otras: asertividad, por ejemplo, resistencia, etc. Fue una semana bastante reveladora.

Esta semana hemos estando trabajando sobre la cualidad fundamental, el pilar que sustenta una vida de escritor, y en realidad cualquier tipo de vida: las ganas. Suena tan sencillo y tan evidente que al menos yo lo he pasado por alto muchas veces. Las ganas de crear un mundo. Las ganas, el deseo, es algo fluctuante: a veces está arriba -sobre todo cuando el trabajo va bien, cuando estamos contentos con lo que escribimos, o cuando alguien nos elogia- y a veces está abajo -cuando odiamos lo que hemos escrito, cuando las cosas no fluyen, cuando recibimos una mala crítica. La clave está en volver a hacer aflorar las ganas, en hacer que crezcan, en no descuidar el deseo. Igual que al hacer el amor.

He descubierto que mientras más escribo, más ganas tengo de escribir. En el momento en que lo dejo, las ganas se mueren como una planta sin agua. Entonces algo empieza a fallar. Hay una incomodidad existencial, una sensación de que algo no está bien, una inquietud, y empieza a aparecer mi instinto asesino. Es como una bestia que han dejado libre de pronto. Tímidamente asoma el hocico, olfatea, y se lleva por delante algo sencillo y cotidiano, digamos una cita. Después va cogiendo confianza y empieza a lanzar comentarios hirientes, primero contra sí misma y luego contra los demás, que se alejan por instinto de supervivencia. Ella los ve alejarse y lanza improperios. Y poco a poco empieza a arrasar con todo. Entonces, aterrada, empiezo a preguntarme qué es lo que está mal, pero se me pasa por alto que lo único que está mal es algo muy sencillo. Simplemente, no estoy escribiendo. Por lo tanto, no hay que dejar de escribir, por mi bien y el de los demás. No hay que dejar que mueran las ganas.

De mis tiempos de teatrera universitaria (años ha), me quedé para siempre con una frase: "la fuerza de tu querer". La fuerza de tu querer es aquello que le imprime vida a todo lo que haces. Es ese soplo que distingue la mirada apagada de quien ya no espera nada, de la mirada despierta y brillante de quien no ha dejado morir las ganas. La fuerza de mi querer es la que me hace acudir todos los días, sin importar mi estado de ánimo o mi nivel de energía, a mi cita conmigo misma y con mis personajes. Hay días buenos, y días malos, pero yo me aparezco. La fuerza del querer es sumamente poderosa. Yo creo que es el origen de la vida, ni más ni menos.

¿Quién carrizo me manda?

No quisiera presumir, pero la verdad es que soy una persona muy inteligente y astuta. El problema es que utilizo esas cualidades en lo que no debería. Una de mis habilidades más recientemente descubiertas es la de escaquearme para no escribir cuando me acerco a terrenos peligrosos. Es automático. Apenas me estoy acercando a una escena de la novela que me compromete, asusta, amenaza o duele, o que simplemente no sé cómo encarar, automáticamente me invento una excusa para levantarme y no seguir escribiendo. De pronto me entra un hambre atroz, o me duele la cabeza, o recuerdo que es urgente que ponga la lavadora. Me dan unas ganas terribles de hablar por teléfono con mi mamá, me acuerdo de alguna amiga de la que hace tiempo no sé nada y me parece que me voy a morir si no la llamo en el acto. O me entra una necesidad imperiosa y urgente de limpiar la cocina (habráse visto). Me acuerdo de que no tengo frutas y me digo que sin frutas no puedo vivir, por lo que se hace absolutamente vital bajar en el acto a la frutería. O, la técnica más reciente, me entra un sueño incontrolable y de pronto me encuentro incapaz de seguir escribiendo sin que se me cierren los ojos. Incluso a veces hasta me mareo, y mareada no puedo escribir, desde luego. Mis formas de manipularme a mí misma no tienen fin, y cada vez son más sofisticadas. Ayer me dije que no me levantaría de mi escritorio bajo ningún pretexto antes de que hubiera terminado (terminado de verdad, me refiero, no después de escribir un solo párrafo). El resultado fue que escribí durante media hora y el resto del tiempo lo pasé allí, frente a la pantalla, recreándome en la inmensa tristeza que me daba pensar que algún día terminaría la novela y tendría que despedirme de mis personajes. Estoy que no me soporto, la verdad. Ando con las emociones revueltas, una ansiedad perenne y la cabeza llena de dudas. Aún así persisto. No sé por qué. Supongo que por pura terquedad.

El tiempo pasa

El tiempo pasa (Después de preguntarme durante varios días si podría volver a acceder a mi blog en algún momento o si tendría que despedirme definitivamente de él, aprovecho este momento de tranquilidad laboral para postear, porque no sé cuándo Blogia me volverá a dejar hacerlo).

Voy a ser tía por primera vez. Parece que fue ayer cuando mi hermana y yo compartíamos el cuarto en casa de mis papás, y ahora va a tener un bebé. Tanto ella como yo queríamos tener nuestra propia habitación, pero no la tuvimos nunca. En realidad Virgi sí la tuvo, cuando yo me casé y le dejé el cuarto a ella, pero de eso hablaré después. El hecho es que no es una tontería compartir el mismo cuarto con la misma persona durante 23 años.

Yo, personalmente, siempre he sido muy territorial. Ya que no podía tener un cuarto para mí sola, marcaba mi propio territorio en el cuarto que compartía con Virginia: mi escritorio, mi silla, mi cama. Por eso no podía soportar cosas como que Virginia dejara las toallas húmedas sobre mi cama, por ejemplo. Si se acuerdan del demonio de Tazmania, eso da más o menos una idea de cómo me ponía. El tiempo y la experiencia me han aplacado, pero reconozco que podía llegar a ser terrrible. Virgi, en cambio, no entendía esos arranques míos. Para ella era igual dejar la toalla sobre mi cama que sobre la suya o en cualquier otro lugar, esas cosas no tenían la más mínima importancia. Muchas veces nos quedábamos hablando por la noche, con la luz apagada y desde nuestras respectivas camas. A veces hablábamos hasta muy tarde, y el despertador sonaba a las 6 pero nosotras seguíamos durmiendo, y tenía que venir mi papá dando palmadas y diciendo, "niñitas, colegio", y siempre llegábamos tarde, aunque el colegio quedaba a 10 minutos de mi casa.

Quizá por ser tan distintas y estar condenadas a compartir el mismo espacio hubo un tiempo en el que estuvimos a años luz de distancia, aunque durmiéramos a pocos metros. Virginia estudiaba odontología y yo, comunicación social. Ella dejaba por ahí sus dientes y otras asquerosidades, yo guardaba pulcramente mi cámara y mi carpeta de poemas bajo llave. Cuando me tocó terminar la tesis, Virginia no tuvo ningún reparo en cedernos el cuarto a mí y a mi compañera para que trabajáramos toda la noche (y todo el día) mientras ella dormía en la sala. Lo hizo con la misma generosidad y el mismo desprendimiento que siempre tuvo. Yo no hubiese podido dejar que invadieran mi espacio de esa forma. La verdad es que yo era odiosa, ahora que lo pienso. A lo mejor todavía lo soy y no me he dado cuenta.

Por eso, cuando finalmente me fui, dejándole a Virgi todo el espacio del mundo para que abandonara las toallas donde ella quisiera, pensé que para ella sería un alivio. Pero nunca voy a olvidar el llanto de Virgi la primera vez que fue a visitarme a mi nueva casa, todavía sin muebles. Al despedirnos en la puerta se colgó de mis hombros y me dijo que no quería volver a nuestro cuarto si yo no estaba. En ese momento me di cuenta de que toda nuestra relación de hermanas había estado plagada de malentendidos e incomprensión. Hasta muy poco siguió estándolo, pero yo creo que el tiempo y la madurez los han ido diluyendo. Y eso no es cualquier cosa para dos hermanas que compartieron el mismo cuarto durante tanto tiempo, y que ahora viven con un océano de por medio.

Y ahora, cuando mi reloj biológico hace años que empezó a dar la voz de alarma (el tiempo pasa, el tiempo pasa, el tiempo pasa), mi hermanita va a tener un bebé. La misma que hasta hace poco sólo me llamaba cuando tenía un problema (cosa que al principio me molestaba pero a la larga empecé a agradecer), a veces esquiva y a veces accesible, pero siempre entrañablemente linda, ahora se me adelanta por primera vez --porque siempre he sido yo, la mayor, la primera en vivir las cosas: el primer beso, el primer viaje sola, el primer gran desencanto... Yo siempre la voz de la experiencia, y mi hermanita llamando para contarme sus cosas porque yo ya había pasado por eso... Es tan grande que ahora vaya a ser al revés. Y va a ser tan grande cargar a esa criaturita, tan grande que todavía no me lo creo. En realidad me parece que no lo puedo poner en palabras, así que para qué decir más.

Nueva York

Nueva York Nueva York sabe a café latte. El café latte es como el capuchino, pero con más leche, y lo compres donde lo compres, está disponible en tres tamaños: grande, extra grande y gigante. En Nueva York, lo único pequeño es uno mismo. Sobre todo la primera vez que vas a Times Square. Si uno nunca ha estado en Times Square, no conoce la verdadera talla del ser, que es mínima.

En verano el calor es pegajoso y húmedo, pero hay que llevar un suéter a todas partes porque el aire acondicionado lo ponen a tope. No sabría decir si pasé más calor o más frío. Incluso me dio gripe. Pero hasta tener gripe en Nueva York tiene su encanto. Basta con ir a Brooklyn y pasear por el Promenade para que uno se sienta como un personaje de película. La gripe, o lo que sea, parece de celuloide. Yo no sé si los neoyorquinos tienen esa conciencia de ser personajes de película, o si se trata de un privilegio exclusivo de los visitantes. Yo creo que es más lo segundo: alguna ventaja teníamos que tener los que no tuvimos la fortuna de nacer allí. A ratos uno se siente como si estuviera paseando por una película de Woody Allen, y cuando menos te lo esperas, el escenario cambia y te encuentras en un videoclip de U2. Una maravilla.

Hay que ir a Nueva York. Hay que perderse por sus calles. Hay que cruzarse con todo tipo de personajes y escuchar todos los idiomas del mundo. No hay que conformarse con las películas. Hay que dejar que se te meta por dentro como un pequeño parásito, que se quede allí para siempre. Hay que ser un poco masoquista para querer tanto a esta ciudad. O no. Todo depende. Todo cabe.

(No puedo dejar de mencionar la Zona 0, sobre todo por estas fechas. Sólo puedo decir que sobre ella pesa el aire. Es una sensación que se empieza a sentir a medida que uno se aproxima: algo empieza a removerse por dentro, cuesta respirar. La gente guarda silencio, a excepción de algún turista aislado que no puede evitar el impulso de salir en la foto. En las rejas cuelgan letreros pidiendo respeto.

En una maravillosa librería de libros usados, en Brooklyn, un lugar mágico de donde no habría que salir nunca, nos pusimos a conversar con el dueño. Cuando le dijimos que vivíamos en Madrid, nos dio "sus condolencias" por los atentados de Atocha el año pasado. "Soy de Nueva York," dijo, "así que yo también sé lo que se siente." Aquello me sorprendió. A pesar de que vivo muy cerca de Atocha y yo misma pude haber estado allí, hace rato que se me olvidó aquello. Ninguno de los míos resultó afectado; la vida sigue. Pero no hay que olvidar. Tampoco obsesionarse, y mucho menos con la idea del "enemigo": mientras siga habiendo bandos habrá muerte. Pero no, no hay que olvidar).

Vacaciones

Comienza agosto y Madrid se ha quedado sola. Es una delicia: no hay colas, no se agolpa la gente en las esquinas, siempre hay puesto en el autobús (aunque pasan con mucha menos frecuencia). Si esto fuera así todo el año, esta sería la mejor ciudad del mundo.

Yo, por mi parte, me voy a Nueva York.

Siempre he querido conocer esa ciudad que se me antoja mágica. Las cosas surgen en el momento en que tienen que surgir, definitivamente. Poder ir ahora es un regalo. Creo que cuando realmente hacemos lo que tenemos que hacer, lo que nos dicta el corazón, de pronto el rompecabezas se arma solo y surgen oportunidades donde no las había, las puertas se abren y las cosas fluyen. En mi caso siempre ha sido así. Cuando escribo, todo me sale bien. Cuando no estoy escribiendo, las cosas se tuercen. Está clarísimo cuál es mi camino.

La novela sigue avanzando, con sus días buenos y sus días mejores. He aprendido a no tener expectativas y simplemente hacer lo que tengo que hacer: aparecerme. Estar allí, ante la pantalla. Nada más. Lo demás viene solo. Qué delicia de verano, verdaderamente. Las cosas van bien.

El proceso creativo o el umbral de la locura

El proceso creativo o el umbral de la locura Desde que Mariano se fue a Nueva York hace ya casi un mes, he estado metida de lleno en la escritura de mi novela, y me he dado cuenta de que no hay nada como la escritura para combatir la nostalgia. No es que Mariano no me haya hecho falta, pero esto de vivir una vida paralela es tan emocionante que a uno se le olvida el resto. Por ejemplo, uno de mis personajes, Santiago, se me esconde. Estoy segura de que guarda un secreto y no quiere que me entere. Sospecho que no es tan buena gente como yo pensaba. Eso me asusta. Por otra parte, hay otro personaje, Daniel, que entró de pronto en la novela y todavía no sé qué hace ahí. Yo lo observo y lo sigo, no me queda otra. Mientras tanto, todos los demás se van acercando peligrosamente al clímax y sufro profundamente por ellos. Los quiero mucho. Han estado conmigo durante mucho tiempo. Han aguantado mis periodos de sequía y mis periodos de indiferencia y todas las distracciones de estos casi siete años. Les debo algo. Les debo este libro.

Si todo esto suena esquizofrénico, es porque lo es. Si voy más allá, solo un poco más allá, traspasaré el umbral de la locura - pero sólo puedo escribir desde ese lugar, ese preciso lugar en donde se funden ficción y realidad y ya no sabes dónde empieza una y dónde termina la otra y tampoco importa. La escritura es un oficio peligroso. Te obliga a pasearte por el lado oscuro.

El proceso creativo o el umbral de la locura

El proceso creativo o el umbral de la locura Desde que Mariano se fue a Nueva York hace ya casi un mes, he estado metida de lleno en la escritura de mi novela, y me he dado cuenta de que no hay nada como la escritura para combatir la nostalgia. No es que Mariano no me haya hecho falta, pero esto de vivir una vida paralela es tan emocionante que a uno se le olvida el resto. Por ejemplo, uno de mis personajes, Santiago, se me esconde. Estoy segura de que guarda un secreto y no quiere que me entere. Sospecho que no es tan buena gente como yo pensaba. Eso me asusta. Por otra parte, hay otro personaje, Daniel, que entró de pronto en la novela y todavía no sé qué hace ahí. Yo lo observo y lo sigo, no me queda otra. Mientras tanto, todos los demás se van acercando peligrosamente al clímax y sufro profundamente por ellos. Los quiero mucho. Han estado conmigo durante mucho tiempo. Han aguantado mis periodos de sequía y mis periodos de indiferencia y todas las distracciones de estos casi siete años. Les debo algo. Les debo este libro.

Si todo esto suena esquizofrénico, es porque lo es. Si voy más allá, solo un poco más allá, traspasaré el umbral de la locura - pero sólo puedo escribir desde ese lugar, ese preciso lugar en donde se funden ficción y realidad y ya no sabes dónde empieza una y dónde termina la otra y tampoco importa. La escritura es un oficio peligroso. Te obliga a pasearte por el lado oscuro.

Poniéndome al día

Han pasado muchas cosas en este mes - un mes, sí - que tengo sin escribir en mi blog. Lo más relevante para el caso es que, por esas cosas de la vida, de pronto se borró todo mi perfil de usuario de Windows: todo. Es decir mis mensajes, cuentas de Outlook, fondo de pantalla, preferencias, fotos... y mis documentos. Cuando lo descubrí estuve a punto de lanzarme por el balcón. Desde luego, y como suele ocurrir en estos casos, no había hecho ninguna copia de seguridad recientemente, por lo que no tenía respaldo de una cantidad de cosas, entre ellas - la más grave - mi novela.

Entendámonos: llevo siete años trabajando en esta novela. No todos los días de esos siete años, ni todos los meses, pero en total son siete años y cinco borradores, uno de ellos terminado (caos absoluto), tres abandonados a la mitad, y el quinto, el definitivo, o eso espero; 34 páginas que son la niña de mis ojos. Y de pronto no estaba. Creo que el suicidio estaba más que justificado.

Pero, como los milagros también existen, aparecieron los documentos por allí en una carpeta perdida, y ahora se puede caer el mundo, que yo tengo cinco resguardos de mi quinto borrador, cada uno guardado en un sitio de la casa distinto, y uno en la computadora de mi trabajo por si acaso mi casa se incendiara. Lo que nunca apareció fueron los e-mail y las cuentas de correo y alguna que otra minucia sin importancia.

Estos percances informáticos me han mantenido alejada de mi blog. También han pasado otras cosas, pero eso lo dejo para después. El asunto es que aquí estoy otra vez.

Venezuela es una dimensión paralela

Hace una semana que volví de Caracas y creo que he necesitado todo este tiempo para digerir la vivencia. Soy un poco lenta, qué le vamos a hacer, pero es que fueron muchas cosas, y además, no he tenido el espacio suficiente (físico y mental) para pensar. De manera que este post llega un poco tarde, pero más vale tarde que nunca, ¿no?

Si me pusiera a escribir una crónica, cosa que no voy a hacer, de mi día a día allá, se podría titular Crónicas de Macondo. Me voy a limitar a describir cómo hice para sacarme la cédula, que fue el propósito principal de mi viaje. Era algo iomportantísimo: tenía que recuperar me verdadero nombre después de haberme divorciado hace unos años. Creo que tengo mérito. En sólo dos semanas me saqué la cédula, la licencia y la licencia internacional, la partida de nacimiento y el certificado de antecedentes penales (para pedir la nacionalidad española), y el carnet de periodista (importante para entrar gratis a los museos).

Primer encontronazo con la realidad: para saber dónde sacarse la cédula hay que tener una bola de cristal. Por esas cosas de la vida, me enteré de que había un operativo... en el 23 de Enero. Territorio vedado por lo peligroso: es difícil hacerle entender a una persona que no haya vivido en Caracas lo que significa aquello. Mariano, que es argentino, pensaba que estaba exagerando cuando le contaba por mail (creo que sospechaba que me había vuelto loca). Segundo encontronazo con la realidad: imposible comunicarla a la persona no iniciada. Me voy, pues, al 23 de Enero, donde no había estado nunca antes en mi vida. La absoluta división de clases que es tradición en Venezuela me parece un verdadero cáncer, y más después de haber vivido tanto tiempo en Europa, en donde esas divisiones no son tan insalvables. En Caracas yo siempre viví en el Este y me movía por esos lares, pero esa es sólo una pequeñísima parte de la ciudad, y agradecí la oportunidad de conocer el otro lado de la moneda- pero una cosa es cierta, y es que es un verdadero peligro internarse en esas zonas, y más si eres mujer y para colmo catira. Pero yo tenía que sacarme la cédula, así que me vestí para no llamar la atención y me fui. Me movía con la actitud de quien conoce el área a la perfección. Aprendí que la palabra que abre todas las puertas es "compatriota". Pero cuando llegué, resulta que ese día sólo estaban sacando la cédula a niños. Tercer encontronazo con la realidad: estas cosas no se pueden prever, hay que llegar hasta el lugar para enterarse. Cuarto - y sorprendentemente agradable - encuentro con la realidad: los funcionarios que se mueven en el 23 de Enero son la amabilidad personificada. Nunca un funcionario (ni venezolano ni español) me había tratado con tanta consideración. Nada de "ciudadano, documentación" ni cosas por el estilo. A pesar de ello, tuve que volver al día siguiente, pero tal y como me lo habían prometido, me pasaron sin tener que esperar por haber perdido el viaje el día anterior. Y no me pasó nada. Volví con mi cédula, que sí, parece de mentira, pero no importa, porque dice mi nombre y apellidos verdaderos. He recuperado mi identidad.

Una posible conclusión a la que he llegado, después de tres años sin visitarlo, es que mi país no es otra cosa que una dimensión paralela. Y que no hay lugar para la nostalgia. A fin de cuentas sigue estando allí, no lo he perdido. Y es verdad, el concepto de patria se me ha quedado pequeño, pero siempre es bueno volver al punto de partida, siempre es bueno recuperar imágenes queridas, sabores, afectos. De eso se trata, supongo. Creo que ahora estoy bastante más en paz con mi vida fuera, con la vida que yo elegí, y lo estoy, paradójicamente, después de haber recuperado ese pedazo de tierra que a fin de cuentas nunca he perdido.

Tita

Cuando mi mamá era una niña, vivía en Betijoque, en los Andes venezolanos, con mis abuelos. Mi abuela contrató a una muchacha del pueblo para que ayudara a cuidar a mi mamá, que era muy tremenda. La muchacha se llamaba Clemencia, y tenía el pelo largo y negro y los ojos curiosos y vivaces.

Como mi mamá no sabía pronunciar su nombre, la bautizó Mencha, y Mencha comenzaron a llamarla todos. Mencha no se opuso a ese cambio de nombre, y mi mamá y ella pronto se hicieron inseparables. Se las veía por el pueblo, mi mamá delante y Mencha atrás, siempre defendiéndola cuando mi abuela llegaba a regañarla por sus tremenduras.

Un día mis abuelos decidieron trasladarse a Caracas. Mencha, por supuesto, fue con ellos. Por nada del mundo se hubiera perdido ella eso: Caracas era una ciudad de verdad, tan grande que casi parecía de mentira, con tranvía y casas de techos rojos y gente, muchísima gente. Desde entonces Mencha no se separó de mi familia. Acompañó a mi abuela y a mi mamá cuando murió mi abuelo, siendo mi mamá todavía una niña. También estuvo cuando ella empezó el colegio, y cuando fue a sus primeras fiestas, y cuando comenzó a estudiar en la universidad, y cuando se enamoró por primera vez, y por segunda. Y Tita también acompañó a mi mamá y a mi abuela cuando mi mamá conoció a mi papá, y cuando se casaron. También estuvo cuando yo nací, y cuando nacieron mis hermanos.

Cuando yo estaba muy pequeña me decían que Mencha era mi abuelita, así que yo le cambié el nombre una vez más y la bauticé Tita. De nuevo Tita no se opuso. Claro que entonces ya Tita no era la muchacha de pelo negro que había cuidado a mi mamá. Ahora el pelo lo tenía gris, y se lo recogía detrás de la cabeza en un pequeño moño. Usaba alpargatas que arrastraba contra el suelo y vestidos de flores, y unos lentes que le hacían los ojos más grandes y le daban un aspecto entrañable de osito de peluche.

Cuando mi abuela murió, Tita se trasladó nuevamente a los Andes para estar cerca de su familia, y se instaló en una vieja casa que había pertenencido a sus abuelos. Era la casa de una antigua hacienda de café, tan antigua que no tenía agua corriente y que hasta hacía muy poco tampoco había tenido luz eléctrica. Pero allí Tita era feliz. Siempre tenía algo que hacer: darle de comer a las gallinas, o cocinar esa cosas deliciosas que nunca más probaré: torta de plátano, unas sopas exquisitas, las arepas perfectas, el café con leche siempre en su punto. Y estas cosas Tita las hacía en el fogón, porque cocina eléctrica nunca tuvo, pero así las cosas sabían mejor.

Siempre que podíamos íbamos a visitarla. Nos sentábamos en la cocina para ponernos al día, en una mesa grande cubierta con un mantel de plástico de cuadros rojos y blancos, mientras su gallo favorito iba y venía y ella preparaba esas cosas ricas.

Tita murió hace unos años. Yo no pude ir al entierro porque estaba en Madrid, pero me contaron que fue precioso. Y es que a Tita la quería todo el mundo, era imposible no quererla, así que todos los niños del pueblo le llevaron flores, y los niños de los pueblos vecinos, y fue muchísima gente. A mí me hubiese gustado ir. Pero tampoco lo sentí demasiado, primero porque yo ya le había dicho a Tita todo lo que tenía que decirle antes de que se fuera, y también porque de alguna forma yo sentía que estaba presente en los niños que le llevaron flores. Como si en ellos volviera a ser niña. La niña que era cuando iba al parque de la mano de mi Tita.

Yo quiero ser como Bolaño

A punto, casi, de terminar la monumental 2666, y mientras dilato el momento de acercarme al final porque me va a doler mucho despedirme de este libro, aunque siempre quedan las relecturas; leo la colección de ensayos y artículos de Roberto Bolaño, Entre paréntesis, que es como decir que entro al universo de este autor infinito, y me siento con él en una terraza a tomar un café. Después de estar sumergiéndome en su obra durante meses, siento a Bolaño como si fuera un viejo amigo, y me imagino las conversaciones que hubiéramos tenido frente a la playa de Blanes. No en todo estamos de acuerdo. Hay autores que él detesta (porque él era así, visceral) y que yo adoro. Pero lo que me subyuga es su afilada lucidez y su amor infinito por la literatura.

Algunas joyas sobre el exilio tomadas de este libro:

Para el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su patria.

Exiliarse no es desaparecer sino empequeñecerse, ir reduciéndose lentamente o de manera vertiginosa hasta alcanzar la altura verdadera, la altura real del ser.

Probablemente todos, escritores y lectores, empezamos nuestro exilio, o al menos cierto tipo de exilio, al dejar atrás la infancia.

Y hablo sobre el exilio, en la voz de Bolaño, porque en un par de semanas viajo a Caracas, después de tres años sin ir. Y porque cada vez creo menos en el concepto de patria. Y en eso sí estoy de acuerdo con mi querido Bolaño.

Esos pequeños vicios cotidianos

Yo vivo en Madrid, y como gran parte de los habitantes de esta ciudad, viajo en metro todos los días. Suelo tomarlo a la hora punta, muchas veces haciendo malabarismos para poder entrar en medio del gentío, y con el tiempo justo para llegar. Es en esos momentos cuando suelen pasar las siguientes cosas: el metro se tarda minutos interminables en cada estación, con la consecuente subida de gente que ya no cabe; o bien no llega nunca, o si llega, te hacen bajar en una estación que no es la tuya porque el tren en el que viajas está averiado, y tienes que esperar al siguiente que llega tan lleno que simplemente no puedes entrar y tienes que esperar al otro. Cosas así, en fin, que son parte del día a día de los madrileños que toman (tomamos) el metro.

Siempre llevo un libro conmigo, pero a veces, en vez de leer, me dedico a observar a la gente. En las tempranas horas de la mañana hay poco que ver: todos somos trabajadores adormilados y ya se sabe a dónde vamos. Pero por la tarde, al volver, a veces se pueden escuchar conversaciones interesantes. O no. Depende. En todo caso, es un buen ejercicio mirar a la gente e imaginar cómo es cada quien, a qué se dedica, en qué está pensando. A veces alguno termina convirtiéndose en personaje. Casi con toda seguridad, la persona que le dio origen nunca lo sabrá. Es grato saberse personaje. Alguno de mis amigos ha tenido la deferencia de elevarme a esa categoría.

Con cuánta rapidez se entrega uno a estos pequeños vicios cotidianos cuando va en el metro, sabiendo que llega tarde, y encima el metro se queda parado entre estación y estación. Menos mal que es viernes.

Sorpresas te da la vida

Sorpresas te da la vida Como mi cabeza siempre está en las nubes, me gusta tener los pies bien puestos sobre la tierra. Para compensar. Por eso nunca me han gustado las montañas rusas ni cosas por el estilo. Digamos que para estas cosas siempre he sido bastante cobarde. O al menos eso pensaba. Hasta que, no sé por qué, por esas cosas de la vida, finalmente acepté la invitación de mis amigos Claudia y el Pana para volar, esta vez en paramotor. Hace años que los conozco y desde que los conozco nos han estado invitando, pero como soy bastante cobarde, lo había estado posponiendo hasta nuevo aviso. En parte, para no quedar en evidencia ante ellos, que llevan ya muchos años dedicados al vuelo.

Uno nunca termina de conocerse. Nunca.

Mientras me preparaba para volar en biplaza con el Pana, ni yo misma podía podía creer lo que estaba haciendo. Pero el hecho es que allí estaba y no había vuelta atrás. Mi sentido de la dignidad me impedía escaquearme, y además, había algo secreto que me llamaba. ¿Un sentido tardío de la aventura? ¿Un amor repentino al peligro? A lo mejor era la magia de estar en Lanzahita, rodeados de verde, con un día precioso y sin nada de frío. Las condiciones eran perfectas y había que aprovecharlas. Apenas comenzamos a correr nos elevamos y fue subir y enamorarme de la altura. ¡Qué maravilla verlo todo desde arriba, cambiar de perspectiva un instante y dejar de sentir los pies en el suelo! No paraba de gritar "qué arrecho". Indescriptible.

Pues sí. Nunca pensé que me fuera a gustar tanto. La verdad es que tenía una imagen menos aventurera de mí misma. Pues bien, he decidido reacondicionar esa imagen. No soy como yo pensaba. Gracias a Dios.

Escribo esto mientras estoy en mi casa con una gripe de esas fulminantes que me tiene enclaustrada por lo menos mientras no estoy trabajando (ay ese sentido mío de la responsabilidad). Y necesitaba contactar con tiempos más felices. Qué mejor que esa primera vez volando - porque vendrán más, eso seguro. Si les interesa el tema, échenle un vistazo a la página de la Claudia y el Pana: ojovolador.com. Me consta que la hacen con muchísimo cariño.

El monstrico

En estos días me he dado cuenta de que llevo toda la vida conviviendo con un monstruo. Bueno, okey, en realidad me había dado cuenta antes, de lo que no me había dado cuenta es del alcance que puede llegar a tener mi monstrico particular. Es como un animalito que está siempre al acecho de lo que hago o dejo de hacer, y sus palabras favoritas son "no sirve".

Nuestros diálogos son, más o menos, así:

-Este blog tuyo es una burla. Un solo artículo al mes. Y eso de casualidad. Y mira que ponerte a transcribir lo que yo digo. Qué falta de imaginación.
-Okey, okey.
-Eres el colmo de la inconstancia.
-...
-Ayer no escribiste.
-...
-Dije que no escribiste ayer.
-Escribí un poquito.
-No sirve. ¿Crees que vas a terminar una novela escribiendo "un poquito"? Habrase visto.
-(Eso sonó sospechosamente como mi Tía Albertina.)
-¿Qué dijiste?
-No, nada.
-Ah, ya me había parecido. ¿Y hoy qué vas a hacer, aparte de perder el tiempo?
-Déjame en paz.
-Vas a perder otra tarde, me imagino.

Y así.

¿No es agotador? Con razón al final del día no puedo ni pensar. Habrá que buscar estrategias para domesticar al monstrico. No creo que atacarlo directamente sirva de mucho, la verdad. Me parece que un acercamiento más sutil sería lo adecuado. Probaré con chocolate.

Proust, en la vida real

Hace unos días, en un restaurante de menú, pedí una crema de calabacín. Me trajeron la sopa que me daban cuando estaba chiquita. Era la típica crema de verduras que les dan a los bebés, o que me daban a mí en todo caso. Creo que no la había vuelto a probar desde que fui capaz de articular una oración completa. Hasta ahora.

Los recuerdos, sin duda alguna, se alojan en el cuerpo. Fue probar la sopa, y sentir una cantidad de sensaciones dentro de mí, en el cuerpo, de tal manera que si cerraba los ojos casi me parecía que al abrirlos iba a ser Mamama o Tita quienes me acercaban la cuchara diciendo "ahí viene el avioncito..."

Sueno cursi. Lo sé. Y sin embargo fue tan real. Pero lo que más me impactó fue recordar, re-sentir, lo querida que fui de niña. El amor también se aloja en el cuerpo. No se pierde. No se diluye en el recuerdo. Y yo recibí tanto, tanto, que era como si un animal dormido se despertara en mi piel y me desbordara de pronto. Lo volví a sentir, envolvente y diáfano, pero esta vez no venía de fuera. Todo este tiempo lo había tenido conmigo.

Todo esto me lleva a pensar que no he perdido ni a Mamama ni a Tita, mis queridas abuelas. Y también me lleva a darme cuenta de la gran suerte que he tenido al haber recibido tanto. ¿Qué más se puede pedir?

Es increíble cómo los sabores pueden ser capaces de despertar tantos recuerdos dormidos... qué lúcido el amigo Proust. Y qué suerte tuve yo de haber estado en ese lugar y de haber pedido justamente crema de calabacín. Seguro que no fue casual.

Appelfeld

Appelfeld Leo en el suplemento cultural de El País un artículo sobre el escritor judío Aharon Appelfeld (Czernowitz, Rumania, 1932), que se salvó del Holocausto gracias a que permaneció escondido en un bosque desde los diez hasta los trece años de edad.

Esto me lleva en pensar en aquella idea que esbocé en mi post anterior, en donde decía que la edad cronológica no tiene nada que ver con la edad que aportan las vivencias. Appelfeld, a los trece años, había vivido una vida muy larga.

Se cumplen sesenta años del Holocausto. Se han escrito muchos libros sobre el tema, muchos artículos, se han hecho muchas películas, pero todo lo que se diga es poco. En esta época de odios (¿pero cuándo no ha sido una época de odios?), conviene más que nunca recordar las atrocidades que vivieron millones de personas, porque como dice Appelfeld, "lo que ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir". El peligro seguirá latente mientras sigamos considerando al otro, precisamente, "otro", es decir, diferente, y nos sintamos amenazados por esa diferencia. ¿Y en qué radica la diferencia? ¿En que pensamos distinto? ¿En que creemos en cosas distintas? ¿En que experimentamos la vida de otra forma? Yo lo único que sé es que todos, sin excepción, respiramos el mismo aire.

No he leído a Appelfeld, pero desde luego es el siguiente en mi lista, cuando acabe con Bolaño.

Navidad

Navidad Hay quien detesta estas fechas, y no se le puede culpar, la verdad. Todo es un estrés. La gente se aglomera en todas partes, los regalos, las cenas, la cantidad de dinero derrochado. En Madrid no se puede caminar. Pareciera que todo el mundo se puso de acuerdo para estar en el mismo sitio a la vez. Por televisión sólo se ven cuñas de perfumes o juguetes. Y luego está el estrés familiar: que si este año toca el 24 en casa de Fulano, y el 31 en casa de Mengano, y cuando hablamos de familias políticas la cosa se complica.

Dios, qué pesadilla.

Pero no, no, no. ¿Qué sentido tiene este batiburrillo de celebraciones y compras compulsivas y comida en exceso?

Bien. Es hora de remontarnos a los orígenes, de recordar qué es lo que realmente estamos celebrando. Porque hacer las cosas por hacer, sin que exista un significado detrás de la acción, es como volvernos robots. Simples carcasas de metal sin conciencia.

Volvamos, entonces, a esa familia buscando posada, a la que, a falta de algo mejor, se le ofreció un pesebre. Un pesebre para dar a luz a un niño.

¿Alguna vez se han imaginado a esa pareja? ¿Alguna vez han pensado en la angustia de no tener un techo ni siquiera para traer al mundo a un hijo? ¿Y en la alegría de esos padres primerizos al tener el niño finalmente en brazos? Un niño que no iba a ser cualquier niño, y que haya nacido en un pesebre… qué lección de humildad.

Pero todavía esa historia, que a mí me parece tan bonita, de José y María y la mula y el buey, se queda corta. Hay un significado que va mucho más allá de la mera anécdota religiosa, un significado que cobra vida cada diciembre. Un significado en el que participamos todos.

Tengo que admitir que desconfío mucho de la religión. Y sé que a más de uno, la historia de Belén les pone los pelos de punta: no quieren ni oír hablar de ella, aunque sí quieren los regalos y la bulla decembrina. Pero es que olvidamos lo esencial. Lo de menos de esta historia del nacimiento de Jesús es que haya sido cierta o no. Puede que sea una simple leyenda, ¿qué importa? Lo de menos es que creamos en ella o dejemos de creer. Lo de menos es si creemos o no en Jesús. Podemos creer en Dios o no. Podemos ser religiosos o no. ¿Pero quién no cree en un niño?

Pues bien, ese niño está presente. No se quedó en el pesebre hace dos mil años. Ese niño somos nosotros. Y no es otra cosa que nuestra capacidad de amar.

Eso es lo que celebramos. Por eso el afán de estar con los nuestros. Por eso los regalos: es una forma de decirles a los demás que nos importan. Simbolizan la entrega. Celebramos el amor, y la vida que comienza a cada instante, que cada instante se renueva (de ahí los arbolitos de Navidad, que simbolizan la vida). Y esto es algo que no tiene por qué tener nada que ver con la religión. Pero tampoco es algo que se pueda entender leyendo esto, porque va mucho más allá de las palabras. Hay que vivirlo.

Hagan la prueba. Cada vez que reciban un regalo, dense cuenta de qué es lo que están recibiendo en realidad. Cada vez que den un regalo, sepan lo que están dando. Que esta Navidad no sea una simple formalidad. Que cada celebración se convierta en un canto a eso que nos hace humanos, lo que verdaderamente le da sentido no sólo a las fiestas sino a cada día de nuestras vidas, y que no es otra cosa que nuestra capacidad de amar.

Les deseo unas Navidades llenas de lucidez y conciencia, para que la alegría brote desde el único sitio de donde sale toda alegría verdadera: desde la esencia.

Asuntos domésticos

Asuntos domésticos Escribo esto mientras me instalan la calefacción. La dueña del piso donde vivo ha decidido instalarla porque si no la comunidad de vecinos la iba a demandar. Es un cuento largo. El hecho es que desde el jueves de la semana pasada mi casa está invadida y yo estoy mareada de ver a tanta gente entrar y salir: los dos instaladores y ella, la dueña, a quien llamaremos en adelante M.C. y que vale por diez personas juntas, todas enloquecidas y gritando al mismo tiempo.

Por Dios, qué paciencia. La mujer ha aprovechado mi ausencia (yo tengo que trabajar y ella se tiene que entender con los instaladores) para ver todos y cada uno de los rincones de mi casa. Que si la baldosa se rompió. Que no hemos descongelado la nevera (y va y la descongela). Las cortinas están sucias (y va y las lava). Las baldosas del baño. Las ventanas que no abren bien. Aaaaggghhh.

Y yo me pongo a pensar, Dios mío, en el marido de esa mujer. Pobre ser, lo que le ha tocado.

Afortunadamente ella no vive en Madrid, y no viene con demasiada frecuencia. Y afortunadamente, la calefacción sólo se instala una vez. Porque yo vuelvo a pasar por esto y no respondo.

Alguna gran culpa debo estar pagando.