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Siempre diecisiete

Siempre diecisiete

Hoy, mientras caminaba por la Castellana con mis audífonos puestos, escuchando a Queen, y con un libro de Bolaño en la mano, me volví a sentir adolescente. En aquella época me protegía del mundo con mi walkman, en el que siempre sonaba U2, o Bruce Springsteen, o Dire Straits, o incluso a veces, cuando me sentía melancólica, las canciones de amor de Elvis Presley, porque en algunas cosas yo era una adolescente atípica, aunque en otras no me diferenciaba en nada de mis coetáneos. Me ponía, además, unos lentes oscuros que ahora que los recuerdo me parecen horrorosos, pero que en aquella época me parecían la esencia de lo cool, espejados y de un azul eléctrico bastante lamentable. Pero en aquella época yo sentía que me transformaba cuando me los ponía, y que casi parecía que no llevaba puesta la camisa del colegio, siempre por fuera, que acompañaba de mis zapatos de goma sucios, porque así debían ser, y los bluyines más viejos y gastados que tenía. Así me iba a mi casa caminando desde Chacaíto, que era donde estaba mi colegio, sin importarme el humo de los autobuses y las miradas de los obreros, que en Caracas, si eres mujer, siempre te van a lanzar miradas lascivas, aunque sexy no sea precisamente la palabra que mejor te describa, como me pasaba a mí cuando volvía del colegio en esa pinta que he descrito. Pero yo iba con mis audífonos y mis lentes y nada podía tocarme. Después descubrí la poesía. Fue por entonces cuando memoricé aquellos versos de José Santos Chocano:

¿Que retroceda yo? Salvaje anhelo:
Yo tiendo por instinto a alzar la frente,
El ave tiende por instinto al cielo,
Hoy nadie pone a mis furores raya,
Que si yo retrocedo es solamente
Cual lo hace el mar, para inundar la playa.

Versos que me parecían lo más sublime que se podía llegar a escribir. Por esa época adopté, como parte de mi atuendo, un libro de poesía, casi siempre el Inventario de Benedetti, que es el libro adolescente por excelencia, lleno de rebeldía diecisieteañera. Con el libro y los audífonos y los lentes me volvía invencible y miraba al mundo con cierta displicencia, sintiéndome inalcanzable como una súper heroína cuyo destino era el de Salvar algo que no sabía muy bien qué era, pero no importaba.

Pues bien. Hoy, caminando por la Castellana, volví a sentir esa sensación de libertad, que probablemente no sea tal, porque andar por la calle con unos audífonos sólo evita que uno escuche las cornetas de los carros y probablemente eso en sí mismo justifique su uso, pero uno también deja de escuchar cosas como el canto de los pájaros, caso de que los haya. Normalmente no.

Yo fui una adolescente soñadora y rebelde, generosa como todos los adolescentes, arrogante como todos los adolescentes, llena de preguntas, y pensaba que las respuestas estaban a la vuelta de la esquina, pero o nunca he terminado de doblarla o estaba totalmente equivocada, porque las preguntas siguen allí, acechando, igual que cuando tenía 17 y pensaba que yo había nacido para algo grande y noble.

Yo creía, a los 17, que la vida verdadera era la Vida con mayúscula, y que cuando realmente me ocurriera algo Grande habría fuegos artificiales y bailes en la calle. Cosas Grandes como Descubrir La Verdad o Enamorarme o Entender De Pronto El Sentido De La Vida. Vivir, entonces, sería algo Monumental, lleno de efectos especiales como en las películas. Pero la vida es más bien algo pequeño y vulgar, y descubrirlo si fue una verdadera desilusión, o mejor, una Desilusión. Porque se descubre, tarde o temprano se descubre. Das un beso y el mundo no se detiene. Descubres que estás enamorada, pero aparte de sentir las mariposas en el estómago (que incluso estas desaparecen y ya no vuelven), nada más cambia en tu vida, que sigue transcurriendo de la misma manera. Puede que seas un poco más feliz, pero el día se sucede a la noche como siempre y de los fuegos artificiales ni rastro. Y cuando te das cuenta de que has Descubierto una Gran Verdad, resulta que la verdad es pequeñita y deslucida, y no hay banda sonora, a no ser que lleves audífonos. Entonces uno se acuerda de cuando tenía 17 años, y se siente engañado.

Y descubres que, más que a una superproducción hollywoodense, la vida se parece sobretodo a un mal chiste. A veces el chiste te causa algo de gracia, pero sigue siendo malo. Y entonces te das cuenta de que todo este tiempo has estado buscando Lo Que No Es. La pregunta es, Qué Es Lo Que Es Entonces.

Y hasta que encuentres la respuesta, todo empieza otra vez.

Por eso es mejor no cumplir años, y tener siempre 17. Mirar al mundo con esa mezcla de curiosidad, extrañeza y falta de sentido del ridículo que caracteriza a esa edad, y creer que un libro de poesía debajo del brazo nos protege contra la Incomprensión Del Mundo Real, que es aquel en el que lo único importante es Acumular Posesiones y que en varias etapas de nuestro deambular conseguirá atraparnos, hasta que salimos a caminar con unos audífonos puestos y recuperamos a esos 17 que en realidad nunca hemos perdido.

Esos pequeños vicios cotidianos

Yo vivo en Madrid, y como gran parte de los habitantes de esta ciudad, viajo en metro todos los días. Suelo tomarlo a la hora punta, muchas veces haciendo malabarismos para poder entrar en medio del gentío, y con el tiempo justo para llegar. Es en esos momentos cuando suelen pasar las siguientes cosas: el metro se tarda minutos interminables en cada estación, con la consecuente subida de gente que ya no cabe; o bien no llega nunca, o si llega, te hacen bajar en una estación que no es la tuya porque el tren en el que viajas está averiado, y tienes que esperar al siguiente que llega tan lleno que simplemente no puedes entrar y tienes que esperar al otro. Cosas así, en fin, que son parte del día a día de los madrileños que toman (tomamos) el metro.

Siempre llevo un libro conmigo, pero a veces, en vez de leer, me dedico a observar a la gente. En las tempranas horas de la mañana hay poco que ver: todos somos trabajadores adormilados y ya se sabe a dónde vamos. Pero por la tarde, al volver, a veces se pueden escuchar conversaciones interesantes. O no. Depende. En todo caso, es un buen ejercicio mirar a la gente e imaginar cómo es cada quien, a qué se dedica, en qué está pensando. A veces alguno termina convirtiéndose en personaje. Casi con toda seguridad, la persona que le dio origen nunca lo sabrá. Es grato saberse personaje. Alguno de mis amigos ha tenido la deferencia de elevarme a esa categoría.

Con cuánta rapidez se entrega uno a estos pequeños vicios cotidianos cuando va en el metro, sabiendo que llega tarde, y encima el metro se queda parado entre estación y estación. Menos mal que es viernes.

Sorpresas te da la vida

Sorpresas te da la vida

Como mi cabeza siempre está en las nubes, me gusta tener los pies bien puestos sobre la tierra. Para compensar. Por eso nunca me han gustado las montañas rusas ni cosas por el estilo. Digamos que para estas cosas siempre he sido bastante cobarde. O al menos eso pensaba. Hasta que, no sé por qué, por esas cosas de la vida, finalmente acepté la invitación de mis amigos Claudia y el Pana para volar, esta vez en paramotor. Hace años que los conozco y desde que los conozco nos han estado invitando, pero como soy bastante cobarde, lo había estado posponiendo hasta nuevo aviso. En parte, para no quedar en evidencia ante ellos, que llevan ya muchos años dedicados al vuelo.

Uno nunca termina de conocerse. Nunca.

Mientras me preparaba para volar en biplaza con el Pana, ni yo misma podía podía creer lo que estaba haciendo. Pero el hecho es que allí estaba y no había vuelta atrás. Mi sentido de la dignidad me impedía escaquearme, y además, había algo secreto que me llamaba. ¿Un sentido tardío de la aventura? ¿Un amor repentino al peligro? A lo mejor era la magia de estar en Lanzahita, rodeados de verde, con un día precioso y sin nada de frío. Las condiciones eran perfectas y había que aprovecharlas. Apenas comenzamos a correr nos elevamos y fue subir y enamorarme de la altura. ¡Qué maravilla verlo todo desde arriba, cambiar de perspectiva un instante y dejar de sentir los pies en el suelo! No paraba de gritar "qué arrecho". Indescriptible.

Pues sí. Nunca pensé que me fuera a gustar tanto. La verdad es que tenía una imagen menos aventurera de mí misma. Pues bien, he decidido reacondicionar esa imagen. No soy como yo pensaba. Gracias a Dios.

Escribo esto mientras estoy en mi casa con una gripe de esas fulminantes que me tiene enclaustrada por lo menos mientras no estoy trabajando (ay ese sentido mío de la responsabilidad). Y necesitaba contactar con tiempos más felices. Qué mejor que esa primera vez volando - porque vendrán más, eso seguro. Si les interesa el tema, échenle un vistazo a la página de la Claudia y el Pana: ojovolador.com. Me consta que la hacen con muchísimo cariño.

El monstrico

En estos días me he dado cuenta de que llevo toda la vida conviviendo con un monstruo. Bueno, okey, en realidad me había dado cuenta antes, de lo que no me había dado cuenta es del alcance que puede llegar a tener mi monstrico particular. Es como un animalito que está siempre al acecho de lo que hago o dejo de hacer, y sus palabras favoritas son "no sirve".

Nuestros diálogos son, más o menos, así:

-Este blog tuyo es una burla. Un solo artículo al mes. Y eso de casualidad. Y mira que ponerte a transcribir lo que yo digo. Qué falta de imaginación.
-Okey, okey.
-Eres el colmo de la inconstancia.
-...
-Ayer no escribiste.
-...
-Dije que no escribiste ayer.
-Escribí un poquito.
-No sirve. ¿Crees que vas a terminar una novela escribiendo "un poquito"? Habrase visto.
-(Eso sonó sospechosamente como mi Tía Albertina.)
-¿Qué dijiste?
-No, nada.
-Ah, ya me había parecido. ¿Y hoy qué vas a hacer, aparte de perder el tiempo?
-Déjame en paz.
-Vas a perder otra tarde, me imagino.

Y así.

¿No es agotador? Con razón al final del día no puedo ni pensar. Habrá que buscar estrategias para domesticar al monstrico. No creo que atacarlo directamente sirva de mucho, la verdad. Me parece que un acercamiento más sutil sería lo adecuado. Probaré con chocolate.

Proust, en la vida real

Hace unos días, en un restaurante de menú, pedí una crema de calabacín. Me trajeron la sopa que me daban cuando estaba chiquita. Era la típica crema de verduras que les dan a los bebés, o que me daban a mí en todo caso. Creo que no la había vuelto a probar desde que fui capaz de articular una oración completa. Hasta ahora.

Los recuerdos, sin duda alguna, se alojan en el cuerpo. Fue probar la sopa, y sentir una cantidad de sensaciones dentro de mí, en el cuerpo, de tal manera que si cerraba los ojos casi me parecía que al abrirlos iba a ser Mamama o Tita quienes me acercaban la cuchara diciendo "ahí viene el avioncito..."

Sueno cursi. Lo sé. Y sin embargo fue tan real. Pero lo que más me impactó fue recordar, re-sentir, lo querida que fui de niña. El amor también se aloja en el cuerpo. No se pierde. No se diluye en el recuerdo. Y yo recibí tanto, tanto, que era como si un animal dormido se despertara en mi piel y me desbordara de pronto. Lo volví a sentir, envolvente y diáfano, pero esta vez no venía de fuera. Todo este tiempo lo había tenido conmigo.

Todo esto me lleva a pensar que no he perdido ni a Mamama ni a Tita, mis queridas abuelas. Y también me lleva a darme cuenta de la gran suerte que he tenido al haber recibido tanto. ¿Qué más se puede pedir?

Es increíble cómo los sabores pueden ser capaces de despertar tantos recuerdos dormidos... qué lúcido el amigo Proust. Y qué suerte tuve yo de haber estado en ese lugar y de haber pedido justamente crema de calabacín. Seguro que no fue casual.

Appelfeld

Appelfeld

Leo en el suplemento cultural de El País un artículo sobre el escritor judío Aharon Appelfeld (Czernowitz, Rumania, 1932), que se salvó del Holocausto gracias a que permaneció escondido en un bosque desde los diez hasta los trece años de edad.

Esto me lleva en pensar en aquella idea que esbocé en mi post anterior, en donde decía que la edad cronológica no tiene nada que ver con la edad que aportan las vivencias. Appelfeld, a los trece años, había vivido una vida muy larga.

Se cumplen sesenta años del Holocausto. Se han escrito muchos libros sobre el tema, muchos artículos, se han hecho muchas películas, pero todo lo que se diga es poco. En esta época de odios (¿pero cuándo no ha sido una época de odios?), conviene más que nunca recordar las atrocidades que vivieron millones de personas, porque como dice Appelfeld, "lo que ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir". El peligro seguirá latente mientras sigamos considerando al otro, precisamente, "otro", es decir, diferente, y nos sintamos amenazados por esa diferencia. ¿Y en qué radica la diferencia? ¿En que pensamos distinto? ¿En que creemos en cosas distintas? ¿En que experimentamos la vida de otra forma? Yo lo único que sé es que todos, sin excepción, respiramos el mismo aire.

No he leído a Appelfeld, pero desde luego es el siguiente en mi lista, cuando acabe con Bolaño.

Despedidas

Hay quien contaría su vida en términos de éxitos y fracasos. Hay quien lo haría en términos de amores, o de posesiones, o de logros, o incluso de libros leídos (como Borges). Yo lo haría en términos de despedidas en aeropuertos.

A veces soy yo la que se va, a veces son personas queridas. Últimamente esa es la tendencia. Primero fue la Comadre, en octubre. Me dejó la sensación de que no la pude disfrutar lo suficiente, de que los días se habían ido muy rápido. Hacía más de dos años que no la veía (el tiempo que tengo sin ir a Caracas), y nuestro encuentro transcurrió como si nunca nos hubiéramos despedido. Sólo me di cuenta del tiempo que habíamos estado sin vernos cuando nos dimos el abrazo final en el aeropuerto de Madrid, ese lugar que conozco tan bien y que no sé si adoro o detesto, antes de que la Comadre tomara el avión de vuelta a esa ciudad en la que no vivo desde hace siete años, siete.

Hace unos días se fueron Virginia y Juan, mi hermana y mi cuñado, que vinieron a pasar la Navidad con nosotros. Al principio, los ves en un contexto que no es el habitual (Madrid) y algo no te cuadra. Pero luego te vas acostumbrando a su presencia y tenerlos aquí es como unir tus dos mundos y te preguntas cómo has podido estar sin ellos tanto tiempo. Y entonces se acaban los días y se van. Y otra vez tienes que acostumbrarte a Madrid sin ellos.

Y con cada despedida hay un pequeño desgarro. Siento que voy dejando migajitas de mí misma aquí y allá. Siempre hay algo que me falta. Será el precio de vivir lejos... pero fui yo quien lo quiso así. En fin.

Si cuento mi vida en despedidas, la conclusión a la que llego es que mi vida ha sido larga. Pero si la veo en términos estrictamente cronológicos, me doy cuenta de que tampoco lo ha sido tanto (¿verdad? ¿Qué son 33 años a fin de cuentas? Nada). Lo que significa que hay una diferencia abismal entre lo vivido y el tiempo en que se mide. Lo que significa que la edad es relativa. Lo que significa que me estoy yendo por las ramas cuando en realidad lo que quería era hablar de despedidas.

Me haces falta, Virgi.

Back

Sigo leyendo a mi adorado Roberto Bolaño, y nada más que a Bolaño. Desde octubre, o desde septiembre, no recuerdo, lo único que he leído de otros autores ha sido la nueva novela de García Márquez, Memoria de mis putas tristes, y algún cuento de Uslar Pietri que siempre viene bien retomar (Lluvia, por ejemplo, que es una verdadera maravilla). La novela de García Márquez está muy bien escrita, eso es indudable, pero no me gustó. Al menos no del todo. Hay una cantidad de detalles visuales que son una delicia: la casa del protagonista, la habitación del burdel donde este se deleita contemplando a la prostituta-niña durmiendo desnuda, en fin. Esos detalles son una delicia, pero no me creí la historia. Y si no te crees la historia, de nada vale cualquier esfuerzo por darle vida.

En cambio, Bolaño. Estoy enfrascada en 2666, su novela póstuma, que es todo un universo. Mientras más leo a Bolaño más lo admiro. Su incansable capacidad de trabajo y sobretodo su pasión sin límites por la literatura, y esa testarudez por conseguir la frase, el párrafo, la página perfecta, me parecen envidiables. ¡Yo quiero ser como Bolaño!

Mi nueva adquisición es Entre paréntesis, un libro que recopila textos publicados por Bolaño en varios periódicos, así como conferencias y una entrevista. Lo que no sé es qué voy a hacer cuando termine de leerlo todo. Qué lástima haberlo descubierto tan tarde.

Navidad

Navidad

Hay quien detesta estas fechas, y no se le puede culpar, la verdad. Todo es un estrés. La gente se aglomera en todas partes, los regalos, las cenas, la cantidad de dinero derrochado. En Madrid no se puede caminar. Pareciera que todo el mundo se puso de acuerdo para estar en el mismo sitio a la vez. Por televisión sólo se ven cuñas de perfumes o juguetes. Y luego está el estrés familiar: que si este año toca el 24 en casa de Fulano, y el 31 en casa de Mengano, y cuando hablamos de familias políticas la cosa se complica.

Dios, qué pesadilla.

Pero no, no, no. ¿Qué sentido tiene este batiburrillo de celebraciones y compras compulsivas y comida en exceso?

Bien. Es hora de remontarnos a los orígenes, de recordar qué es lo que realmente estamos celebrando. Porque hacer las cosas por hacer, sin que exista un significado detrás de la acción, es como volvernos robots. Simples carcasas de metal sin conciencia.

Volvamos, entonces, a esa familia buscando posada, a la que, a falta de algo mejor, se le ofreció un pesebre. Un pesebre para dar a luz a un niño.

¿Alguna vez se han imaginado a esa pareja? ¿Alguna vez han pensado en la angustia de no tener un techo ni siquiera para traer al mundo a un hijo? ¿Y en la alegría de esos padres primerizos al tener el niño finalmente en brazos? Un niño que no iba a ser cualquier niño, y que haya nacido en un pesebre… qué lección de humildad.

Pero todavía esa historia, que a mí me parece tan bonita, de José y María y la mula y el buey, se queda corta. Hay un significado que va mucho más allá de la mera anécdota religiosa, un significado que cobra vida cada diciembre. Un significado en el que participamos todos.

Tengo que admitir que desconfío mucho de la religión. Y sé que a más de uno, la historia de Belén les pone los pelos de punta: no quieren ni oír hablar de ella, aunque sí quieren los regalos y la bulla decembrina. Pero es que olvidamos lo esencial. Lo de menos de esta historia del nacimiento de Jesús es que haya sido cierta o no. Puede que sea una simple leyenda, ¿qué importa? Lo de menos es que creamos en ella o dejemos de creer. Lo de menos es si creemos o no en Jesús. Podemos creer en Dios o no. Podemos ser religiosos o no. ¿Pero quién no cree en un niño?

Pues bien, ese niño está presente. No se quedó en el pesebre hace dos mil años. Ese niño somos nosotros. Y no es otra cosa que nuestra capacidad de amar.

Eso es lo que celebramos. Por eso el afán de estar con los nuestros. Por eso los regalos: es una forma de decirles a los demás que nos importan. Simbolizan la entrega. Celebramos el amor, y la vida que comienza a cada instante, que cada instante se renueva (de ahí los arbolitos de Navidad, que simbolizan la vida). Y esto es algo que no tiene por qué tener nada que ver con la religión. Pero tampoco es algo que se pueda entender leyendo esto, porque va mucho más allá de las palabras. Hay que vivirlo.

Hagan la prueba. Cada vez que reciban un regalo, dense cuenta de qué es lo que están recibiendo en realidad. Cada vez que den un regalo, sepan lo que están dando. Que esta Navidad no sea una simple formalidad. Que cada celebración se convierta en un canto a eso que nos hace humanos, lo que verdaderamente le da sentido no sólo a las fiestas sino a cada día de nuestras vidas, y que no es otra cosa que nuestra capacidad de amar.

Les deseo unas Navidades llenas de lucidez y conciencia, para que la alegría brote desde el único sitio de donde sale toda alegría verdadera: desde la esencia.

Asuntos domésticos

Asuntos domésticos

Escribo esto mientras me instalan la calefacción. La dueña del piso donde vivo ha decidido instalarla porque si no la comunidad de vecinos la iba a demandar. Es un cuento largo. El hecho es que desde el jueves de la semana pasada mi casa está invadida y yo estoy mareada de ver a tanta gente entrar y salir: los dos instaladores y ella, la dueña, a quien llamaremos en adelante M.C. y que vale por diez personas juntas, todas enloquecidas y gritando al mismo tiempo.

Por Dios, qué paciencia. La mujer ha aprovechado mi ausencia (yo tengo que trabajar y ella se tiene que entender con los instaladores) para ver todos y cada uno de los rincones de mi casa. Que si la baldosa se rompió. Que no hemos descongelado la nevera (y va y la descongela). Las cortinas están sucias (y va y las lava). Las baldosas del baño. Las ventanas que no abren bien. Aaaaggghhh.

Y yo me pongo a pensar, Dios mío, en el marido de esa mujer. Pobre ser, lo que le ha tocado.

Afortunadamente ella no vive en Madrid, y no viene con demasiada frecuencia. Y afortunadamente, la calefacción sólo se instala una vez. Porque yo vuelvo a pasar por esto y no respondo.

Alguna gran culpa debo estar pagando.

Ouch!

Me botaron del trabajo. Dar clases a niños no es lo mío. Y menos de inglés.

Me di cuenta de ello más o menos a la segunda semana de empezar. Nunca le había dado clase a niños y la verdad es que nunca me había interesado, hasta que surgió este trabajo en donde las condiciones no estaban mal - pero la verdad es que de no haber sido por eso, ni siquiera me lo habría planteado.

Me gusta dar clase, pero a adultos. No hay que andar detrás de ellos para que hagan la tarea, ni para que no rayen los pupitres. Si no entienden algo te lo preguntan, y nadie les obliga a ir a clase - ellos van solitos. Si no te ha dado tiempo de preparar nada, les preguntas por sus hijos, por el trabajo, o comentas el juego de fútbol de ayer. Haces amigos. Y es reconfortante cuando te dicen, "qué buena clase, lo entendí todo". Con niños, en cambio, tienes que invertir el doble de tiempo en preparar la clase, en inventar juegos, en cortar y pegar. Tienes que hacer que aprendan sin que ellos se den cuenta, y tienes que tener diez pares de ojos para dar la clase, estar pendiente de que nadie se meta con nadie, de que los más rápidos no se aburran y los más lentos entiendan, de que se estén divirtiendo. No, pana. Esa vaina no es lo mío.

Lo que pasa es que claro, hubiera sido más lindo ser yo la que comunicara mi cese al centro, y no al revés. Hubiera sido más digno. Pero yo estaba esperando a que pasaran las vacaciones de Navidad. En fin, qué se la va a hacer, se me adelantaron, pero bueno, me quedan unas tres semanitas de pesadilla y ya está, seré libre de nuevo. Mientras tanto me lo tomaré con calma.

-Teacher, teacher, can I go to the toilet?
-Yes you can.
-Can we draw? Can we play?
-Yeah, yeah, whatever you want, just pretend you're doing something in case the director comes, okay?

33

33

Bien, ya llegué a esa edad mítica. No hace mucho cumplir años era una ilusión y no una amenaza. Cada año me acercaba al futuro, que me imaginaba como una mezcla de aventura, independencia y éxito. El futuro era el lugar en el que se acababan los miedos. Pero pasan los años y te das cuenta de que el miedo siempre va a estar ahí acechando, por más que hayas superado obstáculos, por más que te hayas probado a ti mismo una y otra vez, por más victorias, siempre va a haber una parte de ti que no sabe, que duda, que tiene, en definitiva, miedo.

Hace días y días que no escribo en mi blog, y la noticia de los 33 es vieja ya. Pero tenía que escribirlo igual. Los días se van sucediendo y cada vez me doy más cuenta de que no es allá que está la meta, en un futuro inexistente e incierto, sino ahora, en este momento, en este instante, que es lo único que puedo considerar mío.

Estoy retomando el rumbo perdido. He retomado (gracias a Bolaño) aquella novela que había dejado abandonada hace tiempo, que se me había muerto por dentro de pronto. Yo pensaba que nunca más iba a vivir y resulta que aquí está, viva y con ganas. ¡Solamente eso ya es tanto!

No están mal los 33 después de todo.

Mozart

Cada una de mis células
danza al unísono. La música
tiene tacto y color,
se mueve
en ondas luminosas.
La respiro,
la absorbo
por cada uno de mis poros,
danzando luz en mis entrañas.
Me diluyo.
Ya no hay oyente.
No hay
objeto
ni
sujeto.
Tan solo un mismo destello.

La gripe, la luna, y otras consideraciones

Todo el fin de semana con gripe, inmersa en una suerte de delirio surrealista, como si me moviera en un universo paralelo que me recuerda muchísimo a la carta de La Luna en el Tarot: un perro aullando, una suerte de ¿alacrán? en un estanque, la luna, cómo no, fantasmagórica en el fondo. El subconsciente, dando vueltas, desechando imágenes, reutilizando fragmentos de vivencias que habían quedado olvidados. Yo, mi yo consciente, quiero decir, no interviene para nada en el proceso; a lo sumo me sumerjo en un sopor extraño, envuelta en una cobija frente a la televisión. Imágenes que no sabría describir pasan por mi mente. Palabras sueltas. Colores. Y afuera el frío.

La conclusión inmediata es que las pastillas que tomo para aliviar el malestar me drogan. Pero voy más allá y me acuerdo de lo que la gripe es en realidad: un mensaje inequívoco del cuerpo, que no puede más, que pide una tregua, que se enferma porque sabe que de otra manera no lo escucharía.

El otro día, en el curso de Shiatsu, Pedro, mi profesor, me tomó el pulso. Me dijo que estaba con demasiadas cosas, que mi energía estaba agotada, y que mi cuerpo estaba echando mano de la Esencia de Riñón, que es como decir la energía primigenia, aquella que traemos de nuestros padres. Eso me alarmó. Me di cuenta de que si seguía con el ritmo que he llevado hasta ahora me iba a enfermar. Decidí parar un poco y dejar algunas clases.

Interpreto esta gripe como la primera señal de advertencia. De vez en cuando me viene bien detenerme y replantearme mis prioridades, revisar cómo he ido llevando mi vida hasta ahora y cómo lo voy a hacer de ahora en adelante. Y hay cosas que van a cambiar. Antes de internarme de nuevo en esos oscuros pasadizos de la mente que he estado visitando en mis sueños febriles, tomo nota de unas cuantas llamadas telefónicas que haré mañana a primera hora, para empezar.

Afuera brilla La Luna.

Lluvia

Todo el día lloviendo. El paraguas, el autobús, las carpetas. Se hace tarde. El reloj. Las botas. Entrar y salir y volver a entrar una vez más y de nuevo la lluvia, de nuevo. El agua se mete por las ranuras, se cuela en la cartera, me moja los libros. Yo no paro. No tengo tiempo. Si saber cómo, de pronto ya no estoy. Sigo moviéndome, alguien (¿mi mano?) sostiene el paraguas. No soy yo. Ya no estoy. Me quedé agazapada en algún portal, en alguna boca de metro, en la cama que estaba tan tibia antes de salir por la mañana. Esta otra, la que lleva el paraguas, se mueve con eficiencia, pero sin sentido. El paraguas. El metro. Las mismas palabras gastadas. Sigue lloviendo.

Cazando a Bolaño

Cazando a Bolaño

Últimamente escribo poco, porque estoy todo el día corriendo de un lado a otro. Pero en cambio leo mucho. Después de la maravilla que fue el descubrimiento de Los Detectives Salvajes, me he dado a la tarea de leer todo Roberto Bolaño. Todo.

Empecé por una novela posterior a Los Detectives, llamada Amuleto. No la elegí por haber sido posterior, porque de hecho esto no lo sabía cuando la compré. La elegí porque el buen Bolaño tuvo la delicadeza de incluir a mi entrañable Arturo Belano como personaje una vez más. Lo acompaño así, guiada por la narradora, cuando era un muchachito de 17 años y ya había escrito una novela, y luego cuando se fue a hacer la revolución a su natal Chile por allá por 1973, y voy viendo destellos suyos a medida que se acercaba a los veinte, veintiún años, cuando lo recupera Los Detectives Salvajes y lo saca definitivamente de México. Tan lindo Arturito.

Confieso que tendría que releer Amuleto, porque de tanto estar pendiente de Arturo se me escaparon algunas cosas. No se puede estar en todo a la vez, ¿no?

Hace unos día empecé a leer Estrella Distante, en la que estoy inmersa hasta ahora. Esta novela es anterior a Los Detectives, y al principio aparece sin embargo la sombra de Arturo. No puedo decir nada del libro porque no lo he terminado, pero cómo me gusta la prosa de Bolaño! ¡Qué ganas de haberlo conocido! Un buen libro es un mundo, un universo en sí mismo. No hace falta nada más.

(Me entero, por cierto, de que se acaba de publicar una novela póstuma de este autor, 2666. Parece que salió apenas ayer. Mañana mismo estoy en la Fnac para comprármela.)

¡Qué semanita!

Ayer se fue la Comadre, y como siempre, no nos bastó el tiempo. Nos contamos muchas cosas pero siempre faltan otras por decir. Suele ser así. Pero no me quejo: aunque fueron pocos días, fue un verdadero privilegio tener aquí a la Comadre.

Hoy he necesitado todo el día para digerir su visita, y sobretodo, su ausencia. Soy un poco lenta para estas cosas. Por otra parte, han sido unos días tan agitados, que siento la necesidad de detenerme y ponerme en contacto conmigo misma de nuevo. Recargar las pilas. Mariano se fue al juego de basket del Estudiantes, yo no pude. No tuve fuerzas.

Me pregunto qué estará haciendo la Comadre ahora. Seguramente estará contándole a la gente acerca de Madrid. ¡Qué ganas de estar allá! Hace dos años y medio que no voy a Caracas. Si consigo una buena oferta me escapo para el puente de noviembre.

¡Llegó la Comadre!

Les cuento que la Comadre (ver post del 2/10) ya está aquí. Finalmente pudo arreglar su problema con el pasaporte y llegó ayer en la mañana. Apenas la pude ver un ratico al mediodía, pero fue tan sabroso el abrazo! Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si nos hubiéramos visto ayer. Es tanto lo que nos une y lo que hemos compartido, que ni siquiera hace falta que nos digamos nada para saber en qué anda la otra. Nuestros procesos suelen ser paralelos: vivimos cosas parecidas, llegamos a las mismas conclusiones, ella en Caracas y yo en Madrid. Y ahora está aquí, y es tan reconfortante tenerla cerca. Habrá tiempo para tomarnos todas las cervezas (¡y las tequilas!) que no nos hemos tomado en dos años y medio.

Últimamente estoy bastante eufórica. Tengo una energía impresionante. Será la llegada de la Comadre, será que sorprendentemente me gusta mi trabajo nuevo (es divertido dar clase a niños). No sé. Mientras dure, genial. Me siento bien, y las cosas empiezan a enderezarse. Mirándolo más de cerca, me doy cuenta de que en realidad no ha cambiado nada, sólo ha habido en mí un pequeño cambio de perspectiva. Es increíble como con una cosa tan sencilla se puede lograr tanto.

Los amores de papel

Los amores de papel

Finalmente, hace un par de días, terminé de leer Los Detectives Salvajes. Hacía mucho tiempo que un libro no me obsesionaba tanto. No saben con qué dolor me he despedido de García Madero, y sobretodo, del gran Arturo Belano. Leo que Belano también aparece en algunos cuentos de Roberto Bolaño, y mi próxima tarea es devorármelos enteros.

Curioso esto de los amores de papel. La primera vez que me enamoré de un personaje yo tenía 16 años (edad en la que es normal que a uno le pasen estas cosas, no a estas alturas, ya lo sé, pero yo no quiero terminar de crecer). El personaje se llamaba Noel y era director de teatro. Aparecía en un libro llamado Marjorie Morningstar, que había sido el libro de cabecera de mi mamá y todas sus primas en su adolescencia. El libro contaba las vicisitudes de Marjorie, una muchacha bien de Nueva York, que se enamora de Noel y sus padres ponen el grito en el cielo, porque Noel era el típico bohemio inestable y ellos no querían eso para su hija (tampoco mi mamá lo hubiera querido para mí, razón suficiente para enamorarme de él - menos mal que no era de carne y hueso). Marjorie, a todas estas, soñaba con ser actriz. El asunto es que la relación de Marjorie y Noel es bastante tormentosa, hasta que Noel se va a París a dirigir una obra. Marjorie se queda destrozada, y comienza a trabajar duro para poder viajar a buscarlo. Por las noches tiene un pequeño papel en una obra de teatro, y por el día trabaja de mesonera. No duerme. No tiene vida la pobre. Hasta que el papá la ve tan mal, tan con las ojeras por el suelo, que le da dinero para el pasaje de avión, a pesar de no aprobar su relación con Noel. Marjorie se va a París y busca a Noel por todas partes, hasta que lo encuentra en el pequeño teatro donde este está montando su obra. Imagínense la situación: París, y Noel, ¿qué más se podía pedir? Entonces ocurre lo inesperado, el sueño de la vida de Marjorie: él le pide que se case con ella. Estamos hablando de un hombre que no creía en esas cosas, un tipo que estaba acostumbrado a tener montones de amantes... es la situación con la que Marjorie ha soñado desde que lo conoció, ¿y qué le responde?

Que no. Porque en ese momento se da cuenta de que Noel siempre será lo que es: el hombre equivocado. A ella la han educado para casarse y tener una casa y una familia, y Noel no podrá darle eso. Así que regresa a Nueva York, y termina casándose con un hombrecito bueno, sensato, aburrido, en fin, el marido ideal. Y por supuesto, abandona su sueño de ser actriz para convertirse en ama de casa.

No hay que ser muy suspicaz para darse cuenta de que esta novela era más bien un manual de adoctrinamiento para jovencitas. Afortunadamente conmigo no dio resultado. Yo, desde luego, me hubiera quedado con Noel. Aquello seguramente hubiera sido un desastre, como la vida real me lo confirmó luego, ¿pero quién me quita lo bailado? Y digo que la vida me lo confirmó luego porque conocí a un Noel de carne y hueso, y sí, me enamoré, y fue catastrófico. Pero lo viví.

¿Qué tiene todo esto que ver con Arturo Belano? Mucho. Arturo es un segundo Noel en mi vida, en versión treintitantos. A estas alturas, ya no necesito que la vida real me confirme nada. Ya sabemos que la vida real es otra cosa. Pero también existe una versión de mí misma que se equipara a la de Belano (tal como Belano es una versión de su autor, Roberto Bolaño), y ese personaje que soy sí que hubiese podido, tal vez, quedarse con Belano, o al menos acompañarlo a África para que no muriera solo. Es una gran cosa esto de poder vivir una vida literaria. Es como tener una doble identidad.

Ahora lo que me pregunto es qué va a ser de mi vida, la real, después de haber terminado de leer este libro. ¿Con qué lleno los momentos de ocio, por más escasos que sean? Empezar a leer otro libro así, tan rápido, me parece una traición. No, yo necesito una transición, necesito poderme despedir de los personajes, tengo que tomarme mi tiempo. Por ahora, leeré poesía.

Qué triste es terminar un buen libro.

Lo que me pasó hoy

5:50 AM.. Suena el despertador. Ya estaba despierta. No he podido pegar ojo en toda la noche.

6:05 AM. En el espejo del baño mis ojos se ven rojos. Anoche estuve en la Casa de Granada, un bar en Tirso de Molina que queda en la planta alta de un edificio. Desde su terraza se ve Madrid. ¿Por qué estoy levantada a estas horas un día sábado? Porque viene la Comadre, y voy a buscarla al aeropuerto.

6:25 AM. Ya lista, salgo a la calle. Tengo como 5 contracturas en el cuello y los hombros. Todavía es noche cerrada y hace un poco de frío. Como hace tiempo que no salgo a destruirme, me sorprendo al comprobar que hay mucha vida en los alrededores de Atocha: la gente a estas horas sale de las discotecas y se va a tomar churros con chocolate en los bares atestados. No hace mucho yo también hacía lo mismo. Cómo nos cambia la vida. (Lo digo sin ninguna nostalgia, la verdad. Ni por un momento volvería atrás).

6:40 AM. Me monto en el tren hacia Nuevos Ministerios. He quedado con Isabel a las 7 en la estación de Colombia, para seguir las dos al aeropuerto. Se supone que el vuelo de la Comadre llega a las 7, pero entre que salga y busque las maletas calculamos que pasará por lo menos media hora.

7:15 AM. Ya en el aeropuerto, nos damos cuenta de que no tenemos idea de la aerolínea ni mucho menos el vuelo. Mala señal. Vemos en las pantallas que los vuelos procedentes de Caracas llegan a las 7:45. Le enviamos un mensaje a A. (mi ex y compadre de la comadre). Nos responde que ha visto en la página web del aeropuerto que el vuelo salió con retraso y llegará a las 8:05. Isabel y yo nos damos cuenta de que hubiéramos podido dormir una hora más (o al menos permanecer en la cama con los ojos abiertos). Queremos matar a alguien. En vez de eso decidimos tomarnos un café.

7:30 AM. El café con leche y unas galletas nos han devuelto a la vida. Hablamos de todo un poco mientras esperamos que pase el tiempo. Una pareja ha dejado a su bebé en el coche mientras despreocupadamente se dirigen al self-service. En nuestras mentes latinoamericanas no cabe semejante descuido: cualquiera podría llevarse a la bebé. Qué angustia.

8:30 AM. Veo pasar a A. a toda prisa, hacia la puerta 1, por donde debería salir la Comadre. A. tiene el mismo tumbaíto de toda la vida (nos conocemos desde los 17 años).

8:35 AM. El encuentro con A. es cálido y eso me reconforta. Me sorprende sentirme tan distendida. Está más delgado que la última vez que lo vi. En las pantallas, vemos que el vuelo se ha retrasado - ¡hasta las 12:45! A. dice que Santa Bárbara siempre se retrasa. Si hubiera ventanas, me lanzaría por una.

8:37 AM. A. quiere ir a desayunar, pero Isabel se entera de que nuestro amigo Jesús, que trabaja en el aeropuerto y a quien no vemos desde hace años, está de servicio. Decidimos ir a verlo al terminal de vuelos nacionales.

9:30 AM. Nos vamos, pero volveremos. Paramos a desayunar en un café cerca de la casa de Isabel. Al rato ésta se despide. A. y yo nos quedamos conversando y luego me lleva a mi casa. Quiero dormir.

11.00 AM. No puedo dormir.

1:10 PM. A. me pasa buscando para volver al aeropuerto. Qué distinto es ir en carro. En el camino hablamos de todo un poco. Estoy contenta.

1:30 PM. El vuelo de la Comadre ya llegó. Nos ponemos a esperar a que salga.

2:05 PM. Ni rastro de la Comadre.

2:35 PM. Empezamos a ponernos nerviosos. Preguntamos a un vigilante por la Comadre, nos dice que no puede darnos ninguna información, que lo único que podemos hacer es preguntar en la policía. Preguntamos en Santa Bárbara. Nos dicen que a lo mejor la están interrogando. Ni que se tratara de un criminal. ¿Será que le metieron una vaina en la maleta? En la policía nos dan un número de teléfono que siempre está ocupado.

3:15 PM. De la Comadre todavía no se sabe nada y hace más de dos horas que llegó su vuelo. No queremos llamar a su mamá en Caracas porque se va a morir de la angustia. Además, si la Comadre no se hubiera embarcado, nos habrían avisado. El celular de la Comadre tampoco responde.

3:40 PM. Intentamos llamar a la Comadre una vez más, y esta vez, atiende.

-¿Dónde estás?- pregunta A.
-En Caracas – responde ella.

La cara de A. se transforma mientras me cuenta, con el auricular en la mano, que es mañana cuando la Comadre llega. ¡La gran caraja nos había dicho a todos que llegaba el sábado a las 7 de la mañana, pero resulta que era el sábado que se embarcaba, y llegaba el domingo! La insultamos. Lógicamente. Y luego nos vamos a descargar nuestra arrechera en un MacDonald’s, que no es el mejor lugar para estos menesteres, pero es barato. Que nadie se nos cruce por delante porque lo matamos.

10:00 PM. No tengo la más mínima intención de desplazarme mañana al aeropuerto. A. seguro que sí va, porque es un santo. En cuanto a mí, si alguien se atreve a despertarme antes del mediodía, más le vale que rece por su vida.